Sleep no more (No duermas más)
fue el título que quiso darle Don Siegel -su director- al filme La invasión de los
ladrones de cuerpos (‘Invasion of the Body Snatchers’) y que
fuera rechazado por Walter Wanger, el productor. La
invasión de los ladrones de cuerpos (‘Invasion of the Body
Snatchers’) y que fuera rechazado por Walter Wanger, el productor.
Se rodó en 1956, en plena Guerra Fría, y
tal vez esa sea la causa por la que algunos hayan pretendido ver en ella una crítica
a la caza de brujas macartista. No me parece una interpretación inapropiada,
pero prefiero obviarla. Desde la primera vez que la vi (han pasado muchos, tal
vez demasiados, años) la entendí como una visión de la naturaleza humana, de su
fragilidad. Por ello me parecen oportunas las palabras de Jack Finney, autor de
la novela Los ladrones de cuerpos
(‘The body snatchers), en que se basa el guión de la película: “He leído
algunas explicaciones acerca del ‘significado’ de esta historia que no pueden
sino divertirme, porque no existe en ella significado alguno; escribí la novela
con ánimo de divertir, y ése es el único sentido que tiene (…). La idea de escribir
un libro para decir que no es tan bueno que todos seamos iguales, que lo bueno
es la individualidad, me hace reír”. Semejante fue la opinión del director, Don Siegel.
¿Qué nos muestra
esta película? ¿Es una mera historia de terror? Puede que lo sea, pero es algo
más. Es el suyo, si acaso, un terror doméstico, cotidiano, que, como la locura,
acecha en el seno de cada uno de nosotros. Prefiero utilizar la palabra
inquietud, o quizá miedo. Miedo, esto es, desazón o angustia ante un peligro inminente
que nos acecha.
Pero ¿miedo a
qué?, ¿a alienígenas?, ¿a semillas que proceden del espacio interestelar? Es
miedo a dejar de ser yo, a dejar de
ser quien ahora soy. La sospecha de que la conciencia, la identidad, se
modifique aunque el cuerpo se mantenga idéntico. ¿Tememos, acaso, ser víctimas
de una conversión inesperada y súbita, como
le ocurriera a Saulo al caer del caballo camino a Damasco? ¿Tememos que se
altere nuestra concepción de las cosas: convicciones, emociones, valores…? ¿Es
algo así lo que les ocurre a los habitantes de Santa Mira, la pequeña ciudad californiana
donde tienen lugar los sucesos que se narran en La invasión de los ladrones de cuerpos?
¿No es cierto que vivir es estar sujetos
a continuas transformaciones que no llegamos a percibir y sólo alcanzan a
distinguir quienes nos acompañan? Estamos, como los demás seres físicos,
sometidos al cambio, pasando de continuo –y nos ponemos un poco aristotélicos-
de la potencia al acto. “Mañana no seré yo, otro será el verdadero”, escribió
Miguel Hernández. Cuántas veces escuchamos decir: “No eres el mismo de antes,
has cambiado”. Sí, cambiamos de opiniones, de gustos, de humor… adelgazamos, engordamos,
envejecemos…
Y si ello es cierto, ¿qué nos espanta
entonces de cuanto ocurre en Santa Mira?
La película -que no respeta ni el
comienzo ni el final de la novela de Jack Finney- se inicia con la llegada de un
coche policial a una clínica, del automóvil descienden dos hombres, un agente de
la policía y otro que, enseguida, nos enteraremos que es psiquiatra. Ha sido
llamado para examinar a un hombre sobresaltado, enormemente agitado. Se llama
Miles Bennell y ejerce la medicina en Santa Mira. El psiquiatra le promete
escucharle con atención.
Flashback: “Todo empezó,
dice Miles, el jueves pasado, atendiendo una llamada urgente de mi enfermera
regresé a casa, abandonando precipitadamente un congreso de medicina al que
asistía. A primera vista todo era normal, pero no era así. Un mal extraño se ha
apoderado del pueblo”. La enfermera le estaba aguardando en la estación de
ferrocarril y, ya en el coche, le informa que tiene la consulta llena de
pacientes, algunos llevan esperando más de dos semanas. Sin embargo, la consulta
se encuentra vacía. Poco antes, en la carretera, un niño casi se echa encima
del automóvil; corre asustado, luego nos enteraremos que huye de su madre
porque ha dado en creer que no es en verdad su madre…
Llega a la consulta Becky, de quien
Miles estuvo enamorado en la juventud. Le cuenta que una prima suya, Wilma,
está convencida que su tío Ira, con quien vive, no es su tío. Todo parece muy
extraño. Miles se dirige a la casa de Wilma, observa con atención al tío Ira y nada
extraño encuentra en su comportamiento. Es el tío Ira, sin duda, el mismo de
siempre: “Es tu tío”, dice Miles; “no lo es”, responde Wilma. “¿En qué es
diferente?”, “no lo sé”. Ira conserva intacta la memoria, nada aparentemente ha
cambiado en él. “Todo se asemeja al tío Ira, afirma Wilma, pero carece de
emoción, de sentimiento; finge”.
Ira ha sufrido un cambio repentino. La
historia va atrapando al espectador, le va sobrecogiendo; provocando inquietud
y espanto. Van apareciendo más casos similares. Miles busca asesoramiento en un
amigo psiquiatra, Mannie, quien desde el sentido común y lo aprendido de la
ciencia que ejerce, considera que es un caso de “epidemia de histeria
colectiva”, cuya causa debe buscarse en “lo que pasa en el mundo”.
(La neuropsiquiatría recoge el Síndrome de Sosias (o de Capgras) que padecen
quienes no identifican a otras personas o cosas que les fueron familiares).
Algo es, existe, porque lo percibo. No
debo ir más allá de la percepción. Recordemos a Hume: “La mente es una especie de teatro en el que distintas percepciones se
presentan en forma sucesiva”. Pero lo cierto es que los habitantes de Santa
Mira están padeciendo transformaciones, extrañas conversiones, aunque no tan
alarmantes como le ocurriera a Gregorio Samsa.
En cierta forma están
siendo despojados de su alma. El tío
Ira se encuentra, ‘desalmado’, ‘desanimado’, carente de emoción. Si varía
nuestra capacidad emocional, aunque el cuerpo y la memoria permanezcan inalterables,
inevitablemente nos volveremos ajenos para quienes conviven con nosotros.
Quien, a causa de una enfermedad o un traumatismo, sufre notorios cambios de
conducta, acaba por convertirse en otro. Me
viene ahora a la memoria el caso de Phineas
Gage, a quien un barreno le atravesó parte
del lóbulo frontal y, aunque la recuperación física fue completa, “Gage dejó de
ser Gage”, su personalidad varió por completo.
En la literatura
hallamos múltiples ejemplos de replicación, de suplantación. En Drácula, de Bram Stoker, nos encontramos
con vampiros, con los no-muertos (nosferatu),
como en el caso de Lucy: “Eran los ojos de Lucy por su forma y su color; pero
los ojos de una Lucy impura, que brillaban con fulgor infernal y no con las
cándidas y dulces pupilas que tanto habíamos amado”. Vampiros, zombis, robots…,
seres sin alma.
En Crónicas marcianas
(‘La tercera expedición’), Ray Bradbury narra la llegada de unos astronautas a
Marte, y allí se encuentran con el pueblo de su infancia, donde, incomprensiblemente,
habitan los seres que antaño amaron: padres, hermanos, amigos que murieron: “¿Quién decide por qué,
para qué o dónde? Sólo sabemos que estamos aquí, vivos otra vez, y no hacemos
preguntas”. Surge la sospecha de que
este mundo nuestro sea tan frágil como el vidrio de los sueños, y no haya
diferencia entre lo real y lo irreal. Vivimos encerrados –dijo Hume- en el teatro de la mente. En otra narración
del mismo libro, El marciano, sucede
algo similar: un marciano compadecido de quienes perdieron un ser amado toma la
exacta apariencia del desaparecido. O Solaris,
el planeta que imaginara Stanislav Lem, capaz de leer en el corazón humano, le
ofrece a Kelvin la dádiva de volver a encontrarse con Hari, su esposa muerta.
Tres años antes de
que se rodara La invasión de los ladrones
de cuerpos se estrenó Vinieron del
espacio, un filme dirigido por Jack Arnold, cuyo guión estuvo basado (¡una
vez más!) en una narración de Ray Bradbury titulada El meteoro: Una nave extraterrestre cae sobre la tierra debido a un
problema técnico. Los tripulantes necesitan material para repararla. Para
conseguirlo suplantan a humanos y así pasar desapercibidos y no provocar
terror, pues su apariencia es muy diferente de la nuestra.
Algo que no deja
de inquietarnos en la película de Don Siegel es que los duplicados aseguran
encontrarse bien, felices. Mannie (que ha sido convertido) le dice a Miles: “La
maravilla ha sucedido (…) Vuestros cuerpos nuevos son duplicados. Volveréis a
nacer en un mundo donde todos seréis iguales”. Miles responde: “Quiero a Becky.
¿Sentiré lo mismo mañana?”, “el amor no es necesario”, responde Mannie. Éste, como
los demás suplantados, se ha vuelto apático (desapasionado), pero también ha
alcanzado un estado de sosiego y
seguridad que recuerda al que tantas religiones y doctrinas filosóficas y
sociales han ambicionado alcanzar. Un mundo donde todos seamos iguales, donde
se hayan superado los conflictos que han enfrentado al ser humano a lo largo de
los siglos. Los paraísos terrenales, o ultraterrenales, aunque buscados, no han
dejado de producir una cierta inquietud y desconfianza. ¿Seremos en el
paraíso quienes en esta vida fuimos? Sin
pasión, sin deseos…, sin las mezquindades y egoísmos que nos identifican…, sin
fantasías ni ilusiones… Leemos en La
primera carta a los Corintios: “Cuando venga lo perfecto desaparecerá lo
parcial”.
El cambio, la
metamorfosis, se lleva a cabo durante el sueño. El sueño es una experiencia
enigmática; en él nos adentramos en otra
realidad, en otra conciencia (o conciencias), atravesamos una lente inversa
hasta dar en una fauna de seres imposibles… Allí, en el mundo onírico, nos aguardan
criaturas larvadas que habitan en nuestro interior, fragmentándonos en una
pluralidad de facetas especulares… Por eso también nos desasosiegan los
espejos… Seres, voces, anhelos, tristezas…. todo disociado, desmembrado…, como
un inquietante caleidoscopio. Cada noche pasamos bajo el arco – de marfil o de
plata- de las sombras y desembocamos en
una región donde todo parece posible, y también imposible.
Los habitantes de
Santa Mira han quedado atrapados en el cristal del sueño y no les es posible
escapar de él.
Las extrañas
vainas procedentes del espacio son vientres, matrices de una misteriosa madre
que nos germina. Esta es la causa de la desazón que el filme provoca: nosotros,
los espectadores, tememos que, de alguna forma, pueda ocurrirnos algo así o, lo
que es peor, que quizá ya se haya producido. Las vainas son como los ataúdes
llenos de tierra que el conde Drácula traslada hasta Londres desde
Transilvania, para que en ellos descansen esos seres que habitan el umbral de
la vida y la muerte.
Sleep no more, no duermas
más.
Miguel Florián