martes, 26 de enero de 2016

"NO DUERMAS MÁS" (En torno a" La invasión de los ladrones de cuerpos")

Sleep no more (No duermas más) fue el título que quiso darle Don Siegel -su director- al filme La invasión de los ladrones de cuerpos (‘Invasion of the Body Snatchers’) y que fuera rechazado por Walter Wanger, el productor. La invasión de los ladrones de cuerpos (‘Invasion of the Body Snatchers’) y que fuera rechazado por Walter Wanger, el productor.
Se rodó en 1956, en plena Guerra Fría, y tal vez esa sea la causa por la que algunos hayan pretendido ver en ella una crítica a la caza de brujas macartista. No me parece una interpretación inapropiada, pero prefiero obviarla. Desde la primera vez que la vi (han pasado muchos, tal vez demasiados, años) la entendí como una visión de la naturaleza humana, de su fragilidad. Por ello me parecen oportunas las palabras de Jack Finney, autor de la novela Los ladrones de cuerpos (‘The body snatchers), en que se basa el guión de la película: “He leído algunas explicaciones acerca del ‘significado’ de esta historia que no pueden sino divertirme, porque no existe en ella significado alguno; escribí la novela con ánimo de divertir, y ése es el único sentido que tiene (…). La idea de escribir un libro para decir que no es tan bueno que todos seamos iguales, que lo bueno es la individualidad, me hace reír”. Semejante fue la opinión del director,  Don Siegel.

¿Qué nos muestra esta película? ¿Es una mera historia de terror? Puede que lo sea, pero es algo más. Es el suyo, si acaso, un terror doméstico, cotidiano, que, como la locura, acecha en el seno de cada uno de nosotros. Prefiero utilizar la palabra inquietud, o quizá miedo. Miedo, esto es, desazón o angustia ante un peligro inminente que nos acecha.

Pero ¿miedo a qué?, ¿a alienígenas?, ¿a semillas que proceden del espacio interestelar? Es miedo a dejar de ser yo, a dejar de ser quien ahora soy. La sospecha de que la conciencia, la identidad, se modifique aunque el cuerpo se mantenga idéntico. ¿Tememos, acaso, ser víctimas de una conversión  inesperada y súbita, como le ocurriera a Saulo al caer del caballo camino a Damasco? ¿Tememos que se altere nuestra concepción de las cosas: convicciones, emociones, valores…? ¿Es algo así lo que les ocurre a los habitantes de Santa Mira, la pequeña ciudad californiana donde tienen lugar los sucesos que se narran en La invasión de los ladrones de cuerpos?

¿No es cierto que vivir es estar sujetos a continuas transformaciones que no llegamos a percibir y sólo alcanzan a distinguir quienes nos acompañan? Estamos, como los demás seres físicos, sometidos al cambio, pasando de continuo –y nos ponemos un poco aristotélicos- de la potencia al acto. “Mañana no seré yo, otro será el verdadero”, escribió Miguel Hernández. Cuántas veces escuchamos decir: “No eres el mismo de antes, has cambiado”. Sí, cambiamos de opiniones, de gustos, de humor… adelgazamos, engordamos, envejecemos…
Y si ello es cierto, ¿qué nos espanta entonces de cuanto ocurre en Santa Mira?
La película -que no respeta ni el comienzo ni el final de la novela de Jack Finney- se inicia con la llegada de un coche policial a una clínica, del automóvil descienden dos hombres, un agente de la policía y otro que, enseguida, nos enteraremos que es psiquiatra. Ha sido llamado para examinar a un hombre sobresaltado, enormemente agitado. Se llama Miles Bennell y ejerce la medicina en Santa Mira. El psiquiatra le promete escucharle con atención.
Flashback: “Todo empezó, dice Miles, el jueves pasado, atendiendo una llamada urgente de mi enfermera regresé a casa, abandonando precipitadamente un congreso de medicina al que asistía. A primera vista todo era normal, pero no era así. Un mal extraño se ha apoderado del pueblo”. La enfermera le estaba aguardando en la estación de ferrocarril y, ya en el coche, le informa que tiene la consulta llena de pacientes, algunos llevan esperando más de dos semanas. Sin embargo, la consulta se encuentra vacía. Poco antes, en la carretera, un niño casi se echa encima del automóvil; corre asustado, luego nos enteraremos que huye de su madre porque ha dado en creer que no es en verdad su madre…
Llega a la consulta Becky, de quien Miles estuvo enamorado en la juventud. Le cuenta que una prima suya, Wilma, está convencida que su tío Ira, con quien vive, no es su tío. Todo parece muy extraño. Miles se dirige a la casa de Wilma, observa con atención al tío Ira y nada extraño encuentra en su comportamiento. Es el tío Ira, sin duda, el mismo de siempre: “Es tu tío”, dice Miles; “no lo es”, responde Wilma. “¿En qué es diferente?”, “no lo sé”. Ira conserva intacta la memoria, nada aparentemente ha cambiado en él. “Todo se asemeja al tío Ira, afirma Wilma, pero carece de emoción, de sentimiento; finge”.

Ira ha sufrido un cambio repentino. La historia va atrapando al espectador, le va sobrecogiendo; provocando inquietud y espanto. Van apareciendo más casos similares. Miles busca asesoramiento en un amigo psiquiatra, Mannie, quien desde el sentido común y lo aprendido de la ciencia que ejerce, considera que es un caso de “epidemia de histeria colectiva”, cuya causa debe buscarse en “lo que pasa en el mundo”.
(La neuropsiquiatría recoge el Síndrome de Sosias (o de Capgras) que padecen quienes no identifican a otras personas o cosas que les fueron familiares).
Algo es, existe, porque lo percibo. No debo ir más allá de la percepción. Recordemos a Hume: “La mente es una especie de teatro en el que distintas percepciones se presentan en forma sucesiva”. Pero lo cierto es que los habitantes de Santa Mira están padeciendo transformaciones, extrañas conversiones, aunque no tan alarmantes como le ocurriera a Gregorio Samsa.

En cierta forma están siendo despojados de su alma. El tío Ira se encuentra, ‘desalmado’, ‘desanimado’, carente de emoción. Si varía nuestra capacidad emocional, aunque el cuerpo y la memoria permanezcan inalterables, inevitablemente nos volveremos ajenos para quienes conviven con nosotros. Quien, a causa de una enfermedad o un traumatismo, sufre notorios cambios de conducta, acaba por convertirse en otro. Me viene ahora a la memoria el caso de Phineas Gage, a quien un barreno le atravesó parte del lóbulo frontal y, aunque la recuperación física fue completa, “Gage dejó de ser Gage”, su personalidad varió por completo.

En la literatura hallamos múltiples ejemplos de replicación, de suplantación. En Drácula, de Bram Stoker, nos encontramos con vampiros, con los no-muertos (nosferatu), como en el caso de Lucy: “Eran los ojos de Lucy por su forma y su color; pero los ojos de una Lucy impura, que brillaban con fulgor infernal y no con las cándidas y dulces pupilas que tanto habíamos amado”. Vampiros, zombis, robots…, seres sin alma. 


En Crónicas marcianas (‘La tercera expedición’), Ray Bradbury narra la llegada de unos astronautas a Marte, y allí se encuentran con el pueblo de su infancia, donde, incomprensiblemente, habitan los seres que antaño amaron: padres, hermanos,  amigos que murieron: “¿Quién decide por qué, para qué o dónde? Sólo sabemos que estamos aquí, vivos otra vez, y no hacemos preguntas”.  Surge la sospecha de que este mundo nuestro sea tan frágil como el vidrio de los sueños, y no haya diferencia entre lo real y lo irreal. Vivimos encerrados –dijo Hume-  en el teatro de la mente. En otra narración del mismo libro, El marciano, sucede algo similar: un marciano compadecido de quienes perdieron un ser amado toma la exacta apariencia del desaparecido. O Solaris, el planeta que imaginara Stanislav Lem, capaz de leer en el corazón humano, le ofrece a Kelvin la dádiva de volver a encontrarse con Hari, su esposa muerta.

Tres años antes de que se rodara La invasión de los ladrones de cuerpos se estrenó Vinieron del espacio, un filme dirigido por Jack Arnold, cuyo guión estuvo basado (¡una vez más!) en una narración de Ray Bradbury titulada El meteoro: Una nave extraterrestre cae sobre la tierra debido a un problema técnico. Los tripulantes necesitan material para repararla. Para conseguirlo suplantan a humanos y así pasar desapercibidos y no provocar terror, pues su apariencia es muy diferente de la nuestra.
Algo que no deja de inquietarnos en la película de Don Siegel es que los duplicados aseguran encontrarse bien, felices. Mannie (que ha sido convertido) le dice a Miles: “La maravilla ha sucedido (…) Vuestros cuerpos nuevos son duplicados. Volveréis a nacer en un mundo donde todos seréis iguales”. Miles responde: “Quiero a Becky. ¿Sentiré lo mismo mañana?”, “el amor no es necesario”, responde Mannie. Éste, como los demás suplantados, se ha vuelto apático (desapasionado), pero también ha alcanzado un estado de sosiego  y seguridad que recuerda al que tantas religiones y doctrinas filosóficas y sociales han ambicionado alcanzar. Un mundo donde todos seamos iguales, donde se hayan superado los conflictos que han enfrentado al ser humano a lo largo de los siglos. Los paraísos terrenales, o ultraterrenales, aunque buscados, no han dejado de producir una cierta inquietud y desconfianza. ¿Seremos en el paraíso  quienes en esta vida fuimos? Sin pasión, sin deseos…, sin las mezquindades y egoísmos que nos identifican…, sin fantasías ni ilusiones… Leemos en La primera carta a los Corintios: “Cuando venga lo perfecto desaparecerá lo parcial”. 

El cambio, la metamorfosis, se lleva a cabo durante el sueño. El sueño es una experiencia enigmática;  en él nos adentramos en otra realidad, en otra conciencia (o conciencias), atravesamos una lente inversa hasta dar en una fauna de seres imposibles… Allí, en el mundo onírico, nos aguardan criaturas larvadas que habitan en nuestro interior, fragmentándonos en una pluralidad de facetas especulares… Por eso también nos desasosiegan los espejos… Seres, voces, anhelos, tristezas…. todo disociado, desmembrado…, como un inquietante caleidoscopio. Cada noche pasamos bajo el arco – de marfil o de plata-  de las sombras y desembocamos en una región donde todo parece posible, y también imposible.
Los habitantes de Santa Mira han quedado atrapados en el cristal del sueño y no les es posible escapar de él.

Las extrañas vainas procedentes del espacio son vientres, matrices de una misteriosa madre que nos germina. Esta es la causa de la desazón que el filme provoca: nosotros, los espectadores, tememos que, de alguna forma, pueda ocurrirnos algo así o, lo que es peor, que quizá ya se haya producido. Las vainas son como los ataúdes llenos de tierra que el conde Drácula traslada hasta Londres desde Transilvania, para que en ellos descansen esos seres que habitan el umbral de la vida y la muerte.
Sleep no more, no duermas más.

                                      Miguel Florián