domingo, 10 de diciembre de 2023

EL PALACIO IDEAL

 


"El Palacio Ideal" o "La Increíble historia del cartero Cheval" es una preciosa película basada en hechos reales, redonda como una esfera sin huecos, libre de vanidades y banalidades, escrita y dirigida por Nils Tavernier, hijo del famoso director Bertrand Tavernier. En este caso bien puede decirse que "de casta le viene al galgo". El hijo aprendió el oficio con su padre interviniendo en sus películas y también con Claude Chabrol (Une affaire de femmes, 1988) y con Milos Forman (Valmont, 1988). Nils Tavernier ha servido de reputado documentalista para el cine y la televisión.

No quiero reventarle la película a quienes no la hayan visto, pero sí animar al público sensible (que no sensiblero) a su visionado, lo mismo que comunicar algunas reflexiones y noticias después del mismo, porque L'incroyable histoire du facteur Cheval (2018) me ha devuelto cierta confianza en nuestra especie, que pierdo todos los días con los informes de las atrocidades que el género humano comete contra el género humano en todas partes y no sólo en los Orientes próximos, medios y remotos.

Corrían los duros años de finales del XIX en un pequeño pueblo francés, en el que un hombre sencillo y taciturno, próximo al "autismo severo" -diríamos hoy-, eleva su alma espontáneamente con la belleza natural que le rodea y esa emoción estética -como corresponde a las emociones, pues su nombre indica que sirven para eso, para estimular nuestra acción-, la mueve y la motiva, mezclada, la admiración de la naturaleza, con el cariño que siente por su hijo, su hija y su esposa (cariño que no sabe comunicar con palabras ni con abrazos). De pronto se pone en marcha con el fin de construir una nave ideal y asombrosa, un "palacio ideal" con el que viajar al firmamento de sus estelares fantasías.



A la perfección de la fotografía en la peli de Nils Tavernier, se añaden la justeza del guion y una interpretación fenomenal, magistral, tanto por parte del protagonista que revive la figura histórica de Joseph Ferdinand Cheval (1836-1924): Jacques Gamblin, como por la intervención de Laetitia Casta haciendo de Philomène, la cual, a su pericia como actriz une su extraordinaria belleza entre normanda y corsa, en la madurez de su encarnación. Por cierto, que Laetitia también ha hecho sus pinitos como directora de cine y hace en esta película honor a su nombre, entendiendo "la castidad" en un sentido nada fisiológico. Está en su papel como joven viuda campesina que casa (matrimonio de apaño pero bien avenido) con el también viudo cartero soñador. Laetitia Casta es hoy rostro oficial de L'Oréal y ha servido de modelo para el busto de Marianne, símbolo alegórico de la República Francesa. El de ella casi se ha hecho ya tan popular en el país vecino como el de Brigitte Bardot o Catherine Deneuve, pero su éxito como icono estético no le impide poder pasar perfectamente por una rústica de fines del siglo XIX y principios del XX en la película de Tavernier.



La película es capaz de resumir en sus secuencias de poco más de hora y media la proeza de treinta y tres años de trabajo tenaz y esforzadísimo de un solo hombre, que se inspira en lo que ve y sueña en sus largos paseos llevando cartas de un lado para otro. El palacio ideal del cartero Cheval se hizo famoso y todavía es visitable en Hauterives (Drôme), rodeado de jardines en la región Ródano-Alpes del sureste francés. 

Tal vez lo mejor de la peli sean sus silencios, trágicos silencios a veces, que Tavernier endulza lo justo. La obra de Cheval llamó la atención de André Breton, de Max Ernst, de Pablo Picasso. Es natural que interesase a los surrealistas, tan fascinados por el mundo onírico y los subterráneos del corazón humano. Se ha dicho con motivo que El Palacio Ideal -me refiero a la película- es una emocionante historia de obsesión, fe, devoción y familia. Algo tiene también Cheval de Quijote, a parte de su tipo enteco y su vocación andante, aunque le falte la facundia del hidalgo manchego. Como él, sufre el desprecio de su entorno, que no comprende su empeño en levantar de la nada un palacio de mortero y piedra que no casa con nada. Casi todos toman su afán por locura.



Aún cuando André Malraux, a la sazón ministro de cultura, declaró la obra del dichoso cartero "patrimonio cultural" y aseguró con ello su conservación, contó con la oposición del establishment cultural de la época, la gauche divine y los poderes de la Academia establecida, con sus títulos y reglas, las academias que olvidan que Sócrates filosofaba en la calle antes de que se inventase ninguna academia. André Malraux sentenció que la obra de Joseph Ferdinand Cheval era el único palacio naïf del mundo. Después se ha asociado su estilo al "Art brut" o al "Arte marginal" que no conecta con las técnicas reconocidas o de moda. Sus características principales son la espontaneidad y el autodidactismo.

Cheval recorría como cartero rural una media de 22 kilómetros al día. El tropiezo en su ruta con una piedra de forma caprichosa estuvo en el origen de todo. Digamos platónicamente que aquella forma le hizo recordar de pronto el origen esclarecido del alma, el origen misterioso de la vida y el sentido enigmático de sus destinos. Tal vez toda creación dependa de ese arrebato que transporta un espíritu y le obliga a la realización entusiasta de su capricho. 

Fotografía de la familia real del facteur Cheval

André Breton fundó la Compagnie d'Art Brut con la aspiración de recoger estas expresiones artísticas incalificables, o de aquellos que sufren algún tipo de desadaptación. Recordemos la fascinación que sintió el Surrealismo por las formas comunicativas de la locura. Quizá sea posible reconocer en toda creación genial algún tipo de desarreglo; no hay ingenio grande sin una chispa de locura, cum granum salis. Algunas obras de Picasso o Kandinsky pueden adscribirse a este concepto de Arte Bruto y en 1967 se expusieron cinco mil obras inclusas en este estilo en el Museo de Artes Decorativas de París. Lo que hace constar al cartero serrano como un pionero.



Su Palacio es a la vez imaginario y real, celestial y terrenal. Y lo más importante: una prueba de lo que puede hacer la Voluntad humana -llamémosle por su nombre antiguo, "espíritu"- unida a una inteligencia vasta y basta, aún en circunstancias penosas y condiciones duras, asociada a una imaginación creativa y hasta a una fantasía desbordada, pero que tiene que contar y habérselas con las exigencias de la gravedad y la resistencia de la materia.

Hoy es el Palacio construido por Cheval un incentivo turístico rodeado de jardines exuberantes y bien cuidados. Las esculturas de su extravagante edificio representan monumentos exóticos, sobre todo orientales, de los que el artista no tenía más noticia que las rústicas tarjetas que coleccionaba; personajes mitológicos y animales de todo el mundo. La sombra de un templo hindú armoniza allí gracias a las manos del artesano con la geometría de una tumba egipcia, las almenas de un castillo medieval, la cúpula bizantina de una mezquita o la simpleza de una cabaña suiza. Las manos modeladoras de Cheval lo concertaban todo; elegía con todo cuidado las piedras que iban a servirle de elementos. Adornaba también sus paredes con citas y poemas. Con ello liberaba su taciturnia, mostraba agradecimiento y daba sentido a sus intenciones amorosas.