En la película Metrópolis (1927) de Fritz Lang, basada en el guión coescrito con su esposa y colaboradora Thea von Harbou sobre la novela de ésta, publicada en 1926, encontramos un destacado ejemplo de las relaciones entre el científico soberbio y su criatura monstruosa, en este caso una robot procaz y despiadada. El film es una obra cumbre en la historia del Séptimo Arte. En primer lugar, por sus valores estéticos: el Art Decó en su máximo esplendor, el expresionismo, el futurismo, la más que genial escena del robot recibiendo la chispa de la vida… Igualmente resulta trascendental examinar el contexto ideológico subyacente, discutible en algunos aspectos pero en todo caso de gran relevancia para comprender las enormes contradicciones de su época, que se hallan en la raíz del ascenso del nazismo y el inicio de la Segunda Guerra Mundial.
La ciudad de Metrópolis, en el año 2026, es una gran urbe de elevados rascacielos, sistemas de transportes terrestres y aéreos muy avanzados y cuyo funcionamiento está basado en una tecnología puntera. Esta megalópolis ha sido diseñada por Joh Fredersen, que actúa como un dios creador que rige sus destinos con firmeza. No en balde su nombre recuerda al de Jah-ve.La vida cómoda, de lujo y de placer de las élites, y la seguridad de la ciudad superior, depende de que los alienados obreros que habitan en el subsuelo trabajen durante largas y extenuantes jornadas. La eficiencia de Metrópolis en su conjunto, que es como un organismo vivo con sus miembros interconectados, se basa en el control de la información y el tiempo por parte de ingenieros y burócratas, tal como ahora mismo sucede en el capitalismo avanzado.
Freder, el hijo del dueño de la ciudad, vive también alienado pero en un sentido bien diferente al de los obreros. Como el joven príncipe Gautama Buda, en su recinto palaciego desconoce todo el sufrimiento que padecen los seres humanos en los rincones ocultos de la ciudad cuyo gobierno un día heredará. Mientras se entretiene jugando con bellas pero anodinas mujeres en el Club de los Hijos, vislumbra a María, una hermosa y humilde joven que se ocupa de educar a los hijos de los explotados operarios. Ella recuerda a los niños la igualdad entre los ricos y los marginados porque todos son hermanos.
Fascinado por el aura de bondad que desprende María la sigue hasta la ciudad inferior y allí Freder descubre horrorizado las intolerables condiciones de trabajo que soportan los obreros. Contempla la realidad de la gran máquina M, una especie de divinidad maléfica que exige constantes sacrificios humanos, las vidas de los trabajadores. Como en la leyenda del califa Harún al Rashid, que salía disfrazado de palacio para ver con sus propios ojos los problemas de su pueblo, o en la novela
Príncipe y mendigo (1882) de Mark Twain, el heredero de Metrópolis trueca sus vestidos con los de un operario para experimentar, en aquel espacio antagónico a su mundo de rascacielos, el martirio del trabajo. Su vivencia tiene unas evidentes resonancias cristianas pero también le permite encontrar, en las entrañas de la tierra, a la profetisa María, que anuncia la llegada del "Mediador", que logrará reconciliar a las dos castas sociales enfrentadas.
Freder suplica a su padre que alivie la miseria que ha encontrado en su viaje al inframundo pero aquél no sólo se muestra insensible al dolor de su pueblo sino que, además, solicita ayuda al científico Rotwang para desarticular la organización de trabajadores que se reúne en secreto en las catacumbas. Rotwang, enamorado de Hel, la esposa de Fredersen que murió al dar a luz a su único hijo, ha conseguido crear un robot que puede tomar apariencia humana. Cuando contempla el enorme poder de convocatoria que tiene María sobre los obreros, Fredersen sugiere que la sustituya por la androide, con el fin de que los incite a sublevarse y así justificar su castigo. Rotwang secuestra a María y clona su apariencia en la robot. Siguiendo el plan de Fredersen, la suplantadora incita a los trabajadores a que destruyan las máquinas, como también despierta la lujuria y las pasiones más destructivas entre los miembros de las élites. Todo ello ocasiona un auténtico caos descontrolado en el que Metrópolis está a punto de ser completamente aniquilada. Finalmente Freder consigue desenmascarar a la perversa usurpadora, que es quemada en la hoguera como bruja, mientras él y la auténtica María salvan a la ciudad del desastre. Los obreros y el patrón reconocen que debe existir una alianza entre el corazón y el cerebro y sellan la paz de la mano de Freder, el heredero que anuncia el advenimiento de un orden social más justo.
Uno de los aspectos más relevantes para comprender el sentido de esta historia es el diseño de la ciudad futurista de Metrópolis, que es en sí misma la gran protagonista del film. El espacio urbano se encuentra estructurado en cinco niveles jerarquizados, los cuales tienen su directa correspondencia en la ubicación de las clases sociales. En el subsuelo se hallan la fábrica, la ciudad dormitorio de los trabajadores y, aún más abajo, la ciudad de los muertos que se remonta a 2000 años atrás. En el plano superior se encuentra la ciudad de los rascacielos, que imitan a las montañas con sus poderosas y esbeltas moles. El edificio más imponente de todos es la Nueva Torre de Babel, el centro neurálgico de la ciudad donde tiene su residencia el poderoso Joh Fredersen, un gobernante tiránico e implacable que, con su mano férrea, mantiene sometida a la enorme masa de trabajadores.
Entre el espacio superior y el inferior existe una interdependencia mutua, pues la riqueza y ostentación del primero se sustenta en el sudor y el esfuerzo de los operarios de la segunda. A su vez, toda la maquinaria en la que estos trabajan es controlada y dirigida por los ingenieros y administradores que se encuentran al servicio del dueño y señor de Metrópolis. Fredersen es el artífice de esta asombrosa urbe ultramoderna. Por sus autopistas y carriles elevados circulan vehículos y trenes eléctricos, mientras incontables aparatos cruzan el cielo, un panorama inspirado por la visita de Fritz Lang y Thea von Harbou a Nueva York en 1924. Esta fecha marca el estilo arquitectónico y decorativo dominante en la película, el Art Decó. La monumentalidad y belleza del diseño de Fredersen se muestra en muchos otros lugares de la ciudad superior. Los Jardines Eternos son un auténtico Edén de plantas, amenas fuentes y de columnas reminiscentes de las palmeras de piedra de Gaudí en el Park Güell, Barcelona. Allí los hijos de los aristócratas se entregan al hedonismo acompañados de beldades ataviadas con los más sofisticados atuendos, mientras un maestro de ceremonias organiza sus juegos. En el colosal estadio olímpico, que evoca la grandiosidad arquitectónica grecorromana, los varoniles descendientes de los plutócratas dan culto al cuerpo. Por las noches, vestidos de etiqueta, disfrutan de los placeres más sensuales en los cabarets de Yoshiwara, el barrio rojo de Metrópolis, un eco de las locas noches del Berlín de la República de Weimar.
Islas del pasado
En la estructura tan racionalmente proyectada hacia el futuro de Metrópolis, se insertan dos elementos muy singulares del pasado que poseen una centralidad dominante en la historia. Por un lado, la catedral gótica, repleta de inquietantes gárgolas y en la que nos atrapa la figura de la Muerte, rodeada de los Siete Pecados Capitales.
En este recinto se dan cita los miembros de una secta opositora al régimen de Fredersen, los góticos, hombres y mujeres vestidos con hábitos negros a los que un monje, que recuerda a Savonarola arengando a los florentinos contra la corrupción de los Medicis, anuncia el inminente advenimiento del Apocalipsis. Curiosamente, esta es la parte del film más mutilada. La catedral, que ocupaba inicialmente el lugar central de la urbe, como en el esquema medieval heredado por nuestras ciudades, fue finalmente desplazada por la Nueva Torre de Babel, cuartel general de operaciones de Fredersen. Sin embargo, el templo, como símbolo del amor cristiano, recupera su puesto esencial al final de la película, ya que el acuerdo de paz entre los obreros y el capital se sacraliza delante de su pórtico.
Un segundo espacio de corte medieval en la superficie de Metrópolis es la Casa de los Siete Días. Fue construida, mucho tiempo atrás, por un mago venido del lejano Oriente pero Rotwang se apropió de ella. Al levantarse la megalópolis, esta casa, tan distinta de los rascacielos de su entorno, quedó misteriosamente intacta. Es un reflejo contradictorio de la tradición que coexiste con la modernidad. Sobre el umbral aparece el pentáculo, símbolo de los cabalistas judíos. Las escaleras descienden hacia el nivel más profundo de la ciudad, el de las catacumbas. Las puertas de la casa se abren y se cierran mágicamente, como si tuvieran vida propia. Pero el edificio también alberga el laboratorio mejor equipado al servicio de un científico demente, que lleva a cabo atrevidos experimentos en robótica. Su objetivo es devolver a la vida a Hel, la mujer amada que lo abandonó por el poderoso Fredersen, que es su alter ego y secreto archienemigo.
El robot antropomorfo y su creador
La secuencia de la transfusión de vida desde la angelical María a su doble demoníaca es verdaderamente antológica y ha sido imitada y homenajeada miles de veces, aunque es justo recordar que no es completamente original. Por una parte tiene una deuda literaria con
Frankenstein (1816) de Mary Shelley, que abría esta serie de entradas sobre las “Pesadillas en el laboratorio”. Por otra, también debe ponerse en relación con la novela
Cuando el dormido despierte (1899) de H. G. Wells, quien acusó de plagio a los autores de
Metrópolis. También existe algún precedente cinematográfico, como sucede con la película francesa
L ´Inhumane (1924) de Marcel L ´Herbier, aunque ciertamente aquí la escena del robot no constituye el clímax de la historia sino su epílogo. En cualquier caso, el despliegue visual de
Metrópolis en este punto es verdaderamente deslumbrante, gracias a los efectos especiales de Günter Rittau, inspirados en los arcos eléctricos de la bobina de Tesla, y la sobreimposición de imágenes de neones y gas incandescente.
La Eva Futura (1886). El diseño del inventor loco muestra los órganos sexuales de la primera mujer de metal, que se sienta bajo una estrella apuntando hacia abajo, lo que nos alerta de que se trata de un ser diabólico desde su origen.
Vemos fluidos luminscentes en los que, a pesar del blanco y negro, resulta perfectamente perceptible el simbolismo de los colores. Los líquidos que fluyen de María son blancos, como su pureza, mientras que los de la robot malvada son rojos, el color de la pasión y la revolución. Con todo ello la película consigue escenificar, de manera inolvidable, cómo el robot cobra vida y su corazón empieza a bombear sangre a las venas, que se iluminan sobre la estructura metálica que, en realidad, estaba hecha con una novedosa pasta de madera moldeable. En la novela de Thea, el androide creado por Rotwang se llamaba Futura, como en la obra de Villiers de L´Isle-Adams,
La película no proporciona información acerca de Hel, la esposa muerta de Fredersen. Rotwang la ha deificado al erigirle una enorme cabeza esculpida, y desea devolverla a la vida a través de su robot.
Su nombre evoca a la poderosa deidad de los muertos en la mitología nórdica. Hel era hija del dios Loki y de la gigante hechicera Angrboda, y de su nombre deriva en inglés la palabra “hell”, “infierno”, lugar que el cristianismo teñiría de matices morales, haciéndolo residencia del mal absoluto. El reino subterráneo de Hel es el espacio oscuro y lúgubre donde habita la muerte. El lugar de predicación de María, en el subsuelo más profundo de las catacumbas, es una especie de templo paleocristiano cuyo altar está flanqueado por unas cruces altas y agrietadas, y allí se dan cita los obreros para escuchar su mensaje liberador.
María tiene cierto parecido con la madre de Freder y por eso Rotwang la secuestra. El inventor de la androide posee conocimientos científicos y técnicos muy avanzados pero también es un mago y un alquimista. Se trata de un personaje que presenta muchas similitudes con el Dr. Caligari y con el doctor Mabuse del propio Fritz Lang. Su asombroso laboratorio es reflejo de esa contradictoria mezcla de ciencia y religión, con su profuso simbolismo esotérico junto al equipamiento tecnológico más revolucionario. El propio Rotwang es un ser híbrido, entre lo antiguo y lo moderno, lo humano y lo cibernético. El carácter monstruoso de su estilo científico se revela en la presencia de su ayudante enano, y él mismo es un cyborg porque sustituyó su brazo perdido por otro biónico. Este sabio perverso, con vestiduras que remedan una túnica medieval y que conserva en su biblioteca libros antiquísimos, es también un ser del futuro, el hombre maquina sin corazón, que construye replicantes del hombre desafiando el poder creador exclusivo del Dios todo bondad. Como el corazón de Rotwang es rencoroso, su ciencia está orientada al mal, a la destrucción y a la venganza contra Freder, el anhelado “Salvador”.
El hombre sojuzgado por las máquinas
Uno de los temas más relevantes en
Metrópolis es la fascinación por el maquinismo, triunfante los años 20 y, al mismo tiempo, el temor a su poder destructivo y deshumanizador, que era uno de los postulados del expresionismo. La juventud dorada, cómodamente vestida con ropas amplias y de colores claros que reflejan su alegría de vivir, participa en insustanciales carreras al aire libre, en entornos de majestuosa arquitectura.
Los obreros, por el contrario, vestidos con ropas opresoras y de colores oscuros, descienden hasta las entrañas de la tierra en abarrotados ascensores, como autómatas carentes de la menor individualidad. Se mueven en bloque, con la cabeza agachada y la espalda curva por los esfuerzos. Su lenguaje corporal es geométrico, sincronizado y totalmente contrapuesto a los movimientos libres y gráciles de los jóvenes aristócratas. Casi visualizamos en ello el desarrollo de dos especies humanas divergentes, como sucedía con los Eloi y los Morlocks en
La máquina del tiempo (1895) de H. G. Wells. Los que terminan el turno de trabajo caminan como un ejército de esclavos, aún más lento y cansado que el que comienza su jornada. En esta escena clave les acompaña una música muy apropiada, en la B.S.O. una marcha fúnebre, mientras que en la versión de Giorgio Moroder (1984) aparece la excelente y muy alusiva canción
Blood from a Stone.
Toda la ciudad de Metrópolis está regida por el movimiento simultáneo de dos relojes distintos, tal como podemos ver en el despacho de Fredersen en la Nueva Torre de Babel. Uno, más pequeño, marca las horas del día. En otro más grande las agujas sólo recorren 10 horas, que son las que duran las extenuantes jornadas de trabajo. Este reloj tiene su réplica en una máquina de la fábrica. Mientras que en la novela ésta se encargaba de asegurar el funcionamiento de la gran Torre, en la película los operarios deben manipular sin descanso, sin un fin aparente, las manecillas de la esfera gigante de la máquina del Pater Noster. Debe este nombre a que, cuando Freder sustituye al obrero agotado que ha caído al suelo, con grandísimos esfuerzos y con posturas que recuerdan a Cristo crucificado, exclama: “¡Padre, padre, estas 10 horas no pasan nunca!”
Hay otra máquina más, la del Corazón, que asegura la estabilidad del mecanismo de Metrópolis, la cual gobierna el capataz Grot, representante de los trabajadores. Desde una avanzadísima cámara de visión y comunicación telefónica, una especie de ojo del Gran Hermano, Fredersen se encuentra en permanente contacto y escrutinio del inframundo industrial. Cuando la robot incita a la rebelión a los obreros, su objetivo es, precisamente, sabotear esa Máquina Corazón, que impide que la ciudad se inunde y desplome. Mientras Freder deambula por la ciudad subterránea tiene una visión mística ante esta mastodóntica Máquina M, que mata a múltiples obreros al explotar. En su mente, trastornada por el ambiente opresivo, el ruido, el humo y la oscuridad, en todo opuestos a su luminoso mundo de origen, Freder ve transformarse a la máquina en un voraz ser vivo. Los trabajadores, como si fueran esclavos, ascienden por las escaleras de un templo pagano, desde las que son arrojados en sacrificio al interior del monstruo devorador. Por aquellas fechas se estaban realizando investigaciones arqueológicas en Cartago que revelaron que en el
tofet, el antiguo cementerio, se llevaban a cabo frecuentes sacrificios de niños como ofrenda al dios Moloch o Baal, para propiciar su favor, seguramente, en el contexto de las luchas contra el expansivo imperio romano. La Antropología del sacrificio estudia los sistemas de pensamiento de aquellos pueblos que adoran a divinidades que se nutren de la muerte y de la destrucción.
En la espectacular película
Cabiria (1914), de Giovanni Pastrone, Moloch era el emblema del sacrificio de la juventud italiana en la Primera Guerra Mundial, y de este importante referente sale la Máquina M(oloch) en
Metrópolis. La creencia en estas deidades crueles lleva a los hombres a ofrecer sacrificios para aplacar su ira y así salvar a la comunidad. También en
Metrópolis se ve cómo los trabajadores aparecen como las víctimas propiciatorias en aras del avance industrial. En la historia hay un correlato del rito sacrificial del chivo expiatorio en la fiesta judía del Tabernáculo. Tal como se relata en el
Levítico 16, se ofrecían dos machos cabríos: uno a Yahve y otro a Azazel, que representaba la potencia de Dios localizada en el desierto. Tras confesar el sacerdote la iniquidad del pueblo de Israel por sus pecados, se producía la catarsis social. El mal quedaba relegado fuera de los muros de la ciudad. En su traslación al argumento de
Metrópolis, Freder comprende en su visión iluminada cómo la muerte de los obreros en la ciudad subterránea es la condición para que los privilegiados como él puedan disfrutar de una vida muelle. Esta catarsis personal es lo que lo decide a luchar contra la tecnocracia sin corazón que preside su padre.
Mujer, resistencia, poder y cambio social
Fredersen, frío e insensible a las necesidades de los trabajadores, ordena a la robot malvada que los incite a amotinarse. Su maquiavélico plan persigue justificar con ello una represión brutal que meta a los obreros en cintura de una vez para siempre. Mientras que la dulce y recatada María predicaba la necesidad de esperar pacientemente la llegada del "Mediador", que pondría fin a la explotación laboral, la libidinosa ginoide (palabra que alude a un robot de formas femeninas) hace uso de su sexualidad sin freno para arrastrar a unos y a otros a la perdición total. Anima a los obreros a hacer lo que desean desde hace largo tiempo: “Matad a las máquinas”.
Esta parte de la historia ejemplifica muy bien la tesis del crítico neohistoricista Stephen Jay Greenblatt. En un ensayo seminal,
Balas invisibles (1988), se ocupa de un tema muy relevante para la Antropología política, los mecanismos de perpetuación del poder. De acuerdo con este autor, el orden dominante genera a propósito subversión entre los dominados para sus propios fines, que son justificar una severa contención como castigo a la resistencia. Así es como, según Greenblatt, el poder consigue reproducirse y es justamente lo que aquí pretende Fredersen, quien da pie a que los obreros cometan actos violentos para legitimar su respuesta todavía más violenta, pero la situación se les va de las manos. Sin duda el telón de fondo de estos enfrentamientos en la obra era el temor a las revueltas obreras, que habían transformado el mapa político de Europa. La revolución bolchevique de 1917 amenazaba con extenderse a otros países bajo las mismas condiciones sociales deprimidas. Europa entera parecía un polvorín a punto de estallar porque las masas estaban cobrando conciencia de la inmensa fuerza de la unión frente al escaso número de privilegiados en la cúspide de la pirámide del poder.
Un aspecto interesante de la película es el tratamiento de la posición social de la mujer. No vemos a ninguna en la fábrica. Sólo aparecen durante la revuelta y son o bien trabajadoras o bien las esposas de los obreros. Hasta entonces permanecen ocultas, controladas y disciplinadas por el poder patriarcal. Durante el tumulto predicado por María la Roja dejan abandonados a sus hijos, a los que a duras penas consiguen salvar Freder y María la Blanca. Sin duda ello conllevaba un severo juicio moral contra las mujeres que no asumen el cuidado de los más débiles a su cargo. Y, ciertamente, en la película aparecen dos modelos de mujer contrapuestos. Frente a la robot blasfema, desvergonzada y provocadora de enfrentamientos sociales de consecuencias fatales, María es religiosa, honesta y de actitudes conciliadoras. Ese dualismo implica una repulsa contra la mujer liberada sexualmente pero tiene razón María Lorenzo, en sus observaciones al capítulo Metrópolis: Cine y nazismo, cuando advierte que la protagonista de la película dista de ser un ejemplo típico de las tres K (que corresponden a la opresiva tríada “cocina, iglesia y niños”) que caracterizaron a la mujer alemana durante la égida del nazismo. María es un personaje enormemente carismático, al que escucha y obedece una audiencia íntegramente masculina, la de los sufridos pero también levantiscos trabajadores, y que es capaz de embarcar en su causa salvadora, con la sola luz de su presencia, al heredero del imperio metropolitano. Realmente resulta insólito este ejemplo de mujer líder, que tampoco se limita a ser una sacerdotisa virginal, porque no duda en compartir su amor físico con Freder.
Un aspecto que venimos comprobando reiteradamente en esta serie de entradas es la omnipresente figura del doppelgänger, un juego de duplicidades entre personajes, situaciones y diseños espaciales que en Metrópolis alcanza cotas muy elevadas. Así tenemos a María y su doble robot, una figura idéntica pero sin alma, a la que en la novela, en alguna ocasión, se la denomina muy adecuadamente "Parodia". En la película vemos cómo esa duplicación da lugar a equívocos tales como que, cuando la robot intenta escapar de la quema en la hoguera, a manos de los enfurecidos obrero cuando se dan cuenta que la bruja ha condenado a sus hijos a la muerte, la confunden con la auténtica María, quien tiene que huir para salvar su vida al no poder justificar su verdadera identidad más que a través de su discurso del bien.
Otra pareja de dobles es la de Fredersen y Rotwang, personajes completamente antitéticos pero en el fondo muy similares: ambos amaban a la misma mujer, tienen una tremenda ambición de poder, son fríos y calculadores. La diferencia estriba en que Fredersen admira el intelecto de Rotwang hasta el punto de acudir a pedirle ayuda y consejo, mientras que éste sólo sueña con vengarse de su rival porque le arrebató a su amada y por ello no tiene más objetivo que destruir a su heredero. En Fredersen aparece la soberbia del ingeniero diseñador pero Rotwang, además, es un malvado de libro.
Existen más duplicidades especulares muy evidentes, como la que aparece entre las élites y los trabajadores, que también tiene una réplica en la distribución espacial de la ciudad superior y la inferior.
Se produce igualmente una duplicidad muy curiosa en el caso de las mujeres. Mientras que en el inframundo permanecen invisibles la mayor parte del tiempo, en la ciudad superior juegan en los Jardines Eternos vestidas con gran sofisticación, y se mueven con una gestualidad circular y elegante que guía el maestro de ceremonias. Por su parte, la María procaz baila en Yoshiwara con aquellos mismos movimientos circulares, símbolo de lo femenino, pero llevados ahora hasta el límite del paroxismo sexual.
Asciende al escenario representada como la gran prostituta de Babilonia, en un trono rodeado de las serpientes del pecado y es que, como también sucede en las restantes obras que hemos examinado en la serie, las referencias religiosas son una constante en
Metrópolis. Además de la crítica al desafuero del científico guiado por el mal que desafía al Creador, encontramos escenas del
Dies irae en la danza de la muerte en la catedral, el mito de Babel que relata María a los obreros como una película dentro de la película, el pagano dios Moloch devorador de vidas humanas, los elementos cabalísticos y hasta la trinidad que forman los personajes principales, Fredersen como dios, Freder el hijo redentor y los obreros, a los que acompaña María que, como la madre de Jesús, es una mediadora entre los mortales y la divinidad.
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Espero haber sabido transmitir, como esta magnífica obra se merece, algunos de los elementos que la inscriben en una tradición literaria y cinematográfica que enlaza ciencia, tecnología, religión y problemática social. Es un riquísimo palimpsesto de referentes culturales de muy larga trayectoria y cuyo valor filosófico resulta incalculable. Su grandeza consiste en haber sabido reflejar, a través de sus impactantes imágenes, la extraordinaria complejidad del mundo que la vio nacer. Ese fue el motivo de que no fuera entendida y apreciada completamente en su época, y de esa lamentable incomprensión se siguió que una buena parte de su metraje resultase eliminado. Afortunadamente ha podido recuperarse en gran medida, especialmente tras el sensacional descubrimiento de 2008. Casi una centuria después de su estreno, y a solo diez años del futuro que auguraba, esta película irrepetible nos sigue maravillando gracias al inmenso talento de Thea, Lang y su genial equipo de actores y colaboradores.
-Para acceder a las restantes entradas de la serie Pesadillas en el laboratorio:
Fuentes consultadas:
-Imperiale, Giacinto: Figure bibliche nel cinema. Moloch, Golem e Faust nella settima arte. Lupo Editore, 2013.
-Metrópolis, version de Giorgio Moroder. Divisa, 2012.
-Metrópolis. Divisa, 2003. Con el audiocomentario de Enno Patalas y el documental El caso Metrópolis.
-Metrópolis. Divisa, 2010.