Recientemente, Televisión Española repuso el título de Antonio Mercero Espérame en el cielo (1988), dentro del logrado ciclo de revisión de la historia de nuestro cine. La estimable cinta, dirigida por el realizador de la saga La gran familia, así como posteriormente de la serie de televisión Farmacia de guardia, dibujaba en las postrimerías de los ochenta una melancólica (que no nostálgica) visión de la España franquista, desde finales de la posguerra civil hasta la muerte de Franco (¿?), teniendo como fondo la incomparable canción de Antonio Machín que le daba título. En su argumento, Paulino (José Soriano), tendero de una ortopedia madrileña, es raptado y transformado en el doble del dictador para sustituirlo en menesteres peligrosos y todo tipo de intervenciones públicas; atrás queda una desconcertada viuda, Emilia (la entrañable Chus Lampreave), que intenta contactar con su supuestamente difunto marido mediante inocentes sesiones de espiritismo. El guion aparece firmado por el propio Antonio Mercero, Horacio Valcárcel, y el más conocido hoy como crítico de cine Román Gubern; una feliz confluencia de talentos y perspectivas que permite esperar alguna que otra joya barroca engastada en su libreto.
Cartel de la película
A primera vista, nadie diría que esta comedia de enredos, con fuerte carga satírica, y cuya vis cómica corría en su mayor parte a cargo de José Sazatornil (el oficial Sinsoles, Pigmalión que da forma al doble de Franco en su rocambolesca “Operación Jano”), en realidad esconde un mensaje cifrado acerca del cine. Y sin embargo, la película parece proclamarlo casi desde la primera secuencia, cuando Paulino, Emilia y sus amigos escuchan decir al párroco durante el sermón dominical que el cine “es la mayor desgracia que ha sucedido a la Humanidad; es un mal peor que la guerra mundial, que la bomba atómica”. El contexto que proporciona el escandaloso estreno de Gilda (Charles Vidor, 1946) —película mítica sobre la que pocos años después se concebiría otro filme sobre la cuestión de si tuvo Franco un doble, la estilizada Madregilda (Francisco Regueiro, 1993)— permite ubicar el discurso del sacerdote en el escenario que le corresponde, si bien, sus palabras esconden una gran verdad: el cine, la fábrica de sueños, puede también engendrar pesadillas.
El cine no es inocente, ni objetivo: en la película, la presencia del NODO —con su alegre trompeteo de entrada— no hace sino recordarnos que aquel fue el texto cinematográfico destinado a consolidar la ilusión colectiva alrededor del dictador. Poco hay que añadir a lo ya dicho sobre el cine como mensaje: Leni Riefenstahl utilizó todos los medios a su alcance para forjar un icono glorioso de Hitler y del partido nazi en El triunfo de la voluntad (1934), creando imágenes bellas y audaces —nos pasaría algo parecido si analizamos, desde un punto de vista estrictamente formal, la muy fascista ¡Harka! (Carlos Arévalo, 1941)—. El reverso de estas escenas cinematográficas estaría en las ominosas grabaciones en los campos de concentración: realidad sin paliativo alguno.
Paulino (José Soriano), en el reflejo del espejo, espiado por Sinsoles ("Saza")
En la película de Mercero, Paulino, espiado en su comercio por cámaras fotográficas, es abducido en plena noche de francachela —después de haber cantado en un lupanar, disfrazado de fantasma, la prohibidísima Rascayú, cuando mueras qué haras tú, sin saber que él mismo está a punto de convertirse en sombra—. A partir de ese momento, Paulino ya no será un ser humano, sino una película, un montaje que habla ensartando fragmentos de guion aprendido. Los innumerables reportajes sobre Franco en el NODO servirán de base para moldear su comportamiento, de inquebrantable plantilla proyectada sobre su propia persona, permitiéndonos ver al general en un frenético montaje donde se alternan sus dos perfiles, dando la mano a ambos lados, saludando, marchando, y simultáneamente, a Paulino, marioneta sin hilos que emula la dictatorial presencia de las imágenes. Durante una significativa parte de la película, el proyector de cine tendrá una poderosa presencia en el zulo donde esconden a Paulino, así como la moviola, aparato ya indisolublemente unido a la edad “analógica” del cine, donde Sonsoles analiza, deleitado, los movimientos del dictador —cual estudioso de cine realiza el “découpage” de una escena—. La presentación triunfal de la “Operación Jano”, con trasfondo musical de la wagneriana Valquiria, consistirá en un número de tableaux vivants, dioramas épicos donde Paulino actúa como un autómata. Hemos dicho ya que Paulino es poco menos que un hombre: ahora es uno más de los maniquíes con los que comparte su sótano, o, en el mejor de los casos, el “espejo” donde el dictador se prueba la ropa.
Analizando a Franco en la moviola.
Cuando el infeliz consigue escapar por una sola noche, es por fin consciente de que se ha transformado en espectro: sus amigos de antaño huyen o se desmayan a su paso, tanto en la casa de placer como en su propio hogar, donde irrumpe oportunamente en plena invocación de su espíritu. Escondido tras la espalda de Emilia, pone la mano sobre su hombro y dice, “Soy una sombra. Acompáñame.” Hace levantar a Emilia y ambos caminan en dirección al lecho, sin mirarse, en una efectiva evocación del retorno de Orfeo y Eurídice de entre los muertos. La escena que sigue, con los esposos cantándose mutuamente el bolero de Machín, es el centro mismo de la película:
Espérame en el cielo
rogando por mi adiós
para que pronto estemos
juntos allí los dos
Al amanecer, Paulino tendrá que volver a irse, esta vez para siempre, si bien los esposos sellarán una señal para seguir expresándose su inquebrantable amor: cada vez que Paulino reemplace a Franco, se tocará la oreja frente a las cámaras; de esta forma, Emilia podrá reconocerlo en las sesiones del NODO. Y así transcurrirá el resto de su vida marital: conectados mediante una cripta intermedia, la sala del cine, el hogar de los no-muertos —los que no están, como exclama Emilia en un momento de tensión, “ni en el cielo, ni en el purgatorio, ni en el infierno”—, Emilia descubrirá que las sombras devoran su propia vida. Como cuando su amiga le reprocha que de repente “se ha vuelto franquista”, Emilia le responderá con resignación: “hija mía, a falta de pan…”
Emilia (Chus Lampreave) en el cine.
En la película de Mercero, el entramado que se produce entre espiritismo, cine y fabricación del doble es extraordinariamente sutil. Sin embargo, su mensaje de fondo es demoledor: “España es un cuartel”, dice el Generalísimo, “haga lo que yo: no se meta en política”. Sin voluntad propia, ni de ninguno, la realidad política del país es una fantasmagoría. Los subyugados terminan por creer que lo negro es blanco, y lo blanco negro, si así se les dice. “Qué cansado viene el Generalísimo, claro, es que ha pescado un cachalote de mil kilos”, recita uno de sus sirvientes. “Paulino, ayer, de tres reojadas, cacé más de tres mil perdices”, le confía el dictador a su doble; la hipérbole, tan descarada, tiene que ser creída y celebrada. La idea es siniestra, y más cuando los medios nos transmiten que hoy este mismo tipo de autoengaño colectivo se produce igual en otra de las dictaduras de la tierra: Corea del Norte. Y no lo hacen mal, porque en el simulacro les va la vida.
En Espérame en el cielo, la ilusión más penetrante, más risible, y a la vez perturbadora, es la del propio Sinsoles, el “lanista” que entrena a Paulino: negándose a admitir que la voz impostada del dictador es chillona, le dice a su pobre víctima que el tono que buscan es “diamantino”. Y, una vez el oficial se labra su propia desgracia, al ser incapaz de distinguir su propia obra del dictador, irá gustoso a picar piedra al Valle de los Caídos: “¿y tú por qué estás aquí?”, le pregunta otro preso (probablemente político), a lo que Sinsoles responde, “¡por franquista!”. El papel es sin duda una de las mejores aportaciones de José Sazatornil, “Saza”, que también en estas semanas pasadas salía al paso de la eternidad.
José Sazatornil, "Saza" (1925-2015)
En algún momento, como un Narciso enamorado de su reflejo, Paulino comienza a “cogerle gusto” a su personaje, y se prueba a sí mismo perdiéndose por los pasillos de El Pardo, incluso confundiendo a Doña Carmen, cual atrevido héroe que se cuela en la residencia de los dioses. La consecuencia es irremediable: Paulino-Franco ya se han convertido en Jano bifronte, en un todo bicéfalo —como la imperial águila—, en un tándem donde el doble termina verdaderamente por asimilar todas las funciones del dictador. La película, en perfecta simetría, termina como empieza: frente a una tumba. La simulación ha rebasado el nivel del recipiente: mientras Franco reposa, goloso, en la soleada tumba que al comienzo del filme esperaba a Paulino, el doble habita ahora el frío nicho destinado al dictador en el Valle de los Caídos, donde se transforma, como cantado por Góngora, “en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada”.
Esta entrada se publicó originariamente en el blog de Filosofía Espíritu y Cuerpo. Si queréis acceder al sitio para leer los comentarios, este es el enlace: http://esprituycuerpo.blogspot.com.es/2015/08/del-cine-y-otros-demonios-esperame-en.html
Unas reflexiones muy atinadas sobre el cine, sus fantasmas y demonios obra de María, una experta en las implicaciones del "doble" en el cine.Una lectura muy recomendable.
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