miércoles, 30 de diciembre de 2015

"ORDET" ( Dos horas en la caverna de Platón)

ORDET (Dos horas en la caverna de Platón)                                    Miguel Florián

      
                                               Pero el más grande de todos fue quien esperó lo imposible.
                                               SÖREN KIERKEGAARD, Temor y temblor

            El espectador se acomoda en la butaca, poco después las imágenes comienzan a proyectarse sobre la pantalla. Se suceden unas a otras como el lento fluir de un río, lo mismo que la corriente de un agua que refleja la acción de seres similares a nosotros: “¡Qué extraña escena describes -dice Glaucón a Sócrates- y qué extraños prisioneros! Iguales que nosotros”, contestó. El espectador es, al menos al inicio, un voyeur, un mero mirón (¿no somos todos, al cabo, mirones?). Se reconoce todavía algo aparte de lo que se narra, se siente otro al que no le concierne personalmente lo que frente a él se proyecta.

            El cine se asienta en la mirada; los ojos se abandonan a la lente omnívora de la cámara hasta quedar aprisionados, poseídos, suspensos en esa atmósfera vicaria de la realidad que la película va tramando como si se devanara la madeja de Ariadna para transportarnos hasta la entraña de algún laberinto, al corazón de las tinieblas.


            La cámara se mueve muy lentamente, tanto que a veces parece estar inmóvil. Dreyer se sirve de planos largos, planos-secuencia que a él le gustaba llamar “planos fluyentes”[i] y que en ocasiones se aproximan a los siete minutos. Ordet posee una duración total cercana a las dos horas, y consta únicamente 114 planos, siendo 55 de una gran extensión temporal. Hemos de tener presente que una película usual suele superar los 1500 planos. ¿Por qué esa parsimonia, esa dilación? Cuando a Dreyer se le reprochaba la lentitud de sus películas (y eso le ocurrió en más de una ocasión) solía responder que ello era preciso para que el alma (de los hombres y de las cosas) se mostrara. Esta es una de las enseñanzas (tal vez la más notable) del cine dreyeriano: enseñarnos a mirar no sólo lo aparente sino aquello que subyace y que únicamente es susceptible de desvelarse mediante los planos quietos en los que las figuras parecen petrificarse. Cada imagen es símbolo, es fracción de algo que la trasciende y completa.

            Le obsesionaba la desnudez de los espacios, su ominoso silencio. El cine de Dreyer busca acercarnos al secreto de lo real, abrirnos al deslumbramiento, aproximarnos a la desvelación (alethéia) de cuanto nos rodea. Desde la orografía exterior de los seres[ii], la lente nos precipita al hondón velado de las cosas hasta lograr hacer posible descubrir su secreto. Y cuanto pareciera cotidiano, usual, se va iluminando con el fulgor del misterio. La cámara se demora en las cosas, reposa en su superficie para que estas alcancen a hablarnos y así poder reconocernos en ellas, sabernos ser entre otros seres. Los diálogos son escasos y breves. Entre las palabras se instala el silencio que las prolongan para que digan más de lo que dicen. “Lo importante, para mí –leemos en la entrevista Entre el cielo y la tierra[iii]- no sólo es captar las palabras que se dicen, sino también los pensamientos que están detrás de las palabras. Lo que busco en mis películas, lo que quiero obtener, es penetrar hasta los pensamientos más profundos de mis actores, a través de sus expresiones más sutiles”.


            Aparece Johannes por la derecha de la pantalla. Se cubre con un abrigo oscuro y pesado, su mano sujeta una caña; sus pasos, su cabeza ligeramente inclinada, su cara ensombrecida, nos muestran que es un hombre trastornado: ha perdido la razón. Habita un tiempo cercado, separado por una barrera brumosa e incierta del tiempo de quienes le rodean. La cámara le sigue hasta que desaparece por la izquierda. 


Más adelante, pasada la mitad de la película, cuando Inger se encuentra próxima a la muerte, la pequeña Maren se le aproxima desde el fondo del salón, conversan sobre la conveniencia de tener una madre en el cielo. Johannes, ensombrecido, se reconoce impotente para evitar la muerte debido a la falta de fe de los demás. Mientras se produce el diálogo entre tío y sobrina, la cámara realiza un travelling circular en un tiempo de aproximadamente tres minutos; cuando la lente se sitúa frente a los actores, el tío gira lentamente la cabeza hacia la izquierda para que sus rostros no queden ocultos al espectador.



            Dreyer se esforzaba en sus filmes para que nada distrajera la atención del espectador, y por ello sólo consentía lo estrictamente imprescindible en el decorado; aquello que colaboraba a realizar su propósito. La austeridad pretendida la hallamos de continuo, como en la casa de Peter, sobre todo en la cocina, en el cuarto donde Inger acabará muriendo, o en la sala donde se vela su cadáver. En la pared, frente al ataúd observamos un reloj de péndulo detenido (símbolo de la muerte y que Anders volverá a poner en marcha cuando se produzca la resurrección). En el amplio salón de la granja hay pocos aunque robustos muebles; no es anecdótico que esté presidido por un retrato del renovador religioso Nicolai F. S. Grundtvig[iv]. A Dreyer le importaba mucho la luminosidad, el juego de blancos y grises de las estancias. Esa atmósfera de los espacios se debe, en gran medida, a la influencia de la obra de pintores muy admirados por él, como Pieter de Hooch[v], Carel Fabritius[vi], Vermeer, James Whistler o Rembrant.  Pero la  mayor influencia la recibió, sin lugar a dudas, de la pintura del danés Vilhelm Hammershöi (1864-1916). 

Hammershoi, 1901

En una entrevista reconoció que durante el rodaje de Gertrud estuvo acompañado por un libro de láminas de Hammershöi; de la obra de éste toma la desnudez de los espacios, la intimidad de las habitaciones, vacías o habitadas por mujeres tan tenues que suelen –para no nacer ruido…- verse de espalda, mujeres tan leves que no parecen siquiera existir. La luz es sólida, de cristal, como una piedra transparente que lo invade todo.


            Ordet (La Palabra) se rodó en 1954 y fue estrenada el 10 de enero de 1955. Ese mismo año recibiría la Palma de Oro en Cannes. Antes, en 1943, el realizador sueco Gustav Molander había llevado a la pantalla la obra dramática de Kaj Munk. Desconozco la película de Molander (a quien recordamos por Intermezzo, 1936, interpretada por Ingrid Bergman, actriz a la que descubrió para el cine dos años atrás). Sea como fuere, la versión del director sueco ha quedado apagada por la posterior de Dreyer. Con todo, parece ser que es más fiel al texto teatral en que se basa y menos ‘idealista’ que la del danés. Ambas películas parten de una obra dramática de Kaj Munk, Ordet, estrenada en Copenhague en 1932, con el subtítulo “Una leyenda de hoy en día”. Munk (cuyo verdadero nombre era el de Kaj Arad Leininger Peterson) cursó estudios de teología llegando a ejercer como pastor en Jutlandia. Es para muchos la personalidad literaria danesa más relevante en los años de entreguerras. Durante la ocupación alemana fue portavoz de la resistencia (tanto desde sus obras literarias como desde el púlpito). Detenido por la Gestapo fue asesinado el 4 de enero de 1944. Ordet es, sin duda alguna, la obra que mayor fama le concedió a su autor. El guión cinematográfico que sobre ella elaboró Dreyer se distancia escasamente del original. Es cierto que simplifica, llegando a reducir los diálogos casi a un tercio y suprimiendo algún que otro pasaje.

La pasión de Juana de Arco
            Dreyer estuvo movido por inquietudes religiosas que plasmó en varias de sus películas como La pasión de Juana de Arco, Páginas del libro de Satán o Dies Irae. Los últimos años de su vida los vivió ocupado en rodar su film más ambicioso, El fin de un sueño, en torno a la vida de Jesús de Nazaret. No fue Dreyer un creyente practicante sino más bien alguien que precisaba creer. Poseía, como tantos espíritus delicados, un notorio sentido de lo trascendente. No es de extrañar que el director de cine, guionista y crítico estadounidense, Paul Schrader[vii] le incluya, junto con Ozu y Bresson, como representante señero de lo que se ha dado en llamar estilo trascendental en el cine. Dreyer experimentaba la realidad cotidiana, lo aparentemente nimio, transido de otra luz recogida, íntima, más reveladora[viii]. Dice, refiriéndose a Dies irae: “Algunos hubieran querido un desarrollo más violento de la acción. Pero miren a su alrededor, observen a las personas que conocen, y verán cómo las grandes tragedias se desencadenan siempre de un modo poco dramático, diría incluso prosaico, que tal vez es el aspecto más trágico de la tragedia”; y continúa algo más adelante: “El realismo en sí y por sí no es arte; sólo lo puede ser el realismo psicológico. Lo que vale es la verdad artística, es decir, la verdad tal y como la encontramos en la misma vida, pero liberada de todo elemento innecesario, la verdad filtrada de la mente de un artista. Lo que sucede en la pantalla no es ciertamente realidad, ni debe serlo. Si lo fuese no sería arte.”[ix]


            Probablemente lo que más nos fascina –y escandaliza- de Ordet es la manera como lo inusual, lo inaudito, lo radicalmente otro, se introduce en el ámbito de lo cotidiano. Me refiero al milagro. Hume[x] afirma que “un milagro es la violación de las leyes de la naturaleza”. Baruch Spinoza[xi] considera que los milagros nacen de la ignorancia de las causas verdaderas: “Suprimida la ignorancia, se suprime el estupor”. El acontecimiento excepcional que es el milagro transgrede los principios inalterables del universo, por lo cual es inconcebible para la razón. En la película de que hablamos el espectador acaba por asumir la resurrección como algo que debía ocurrir sin más. No hemos de olvidar que estamos situados en el ámbito de la verdad artística y no física. Fuera del ámbito de la ficción cinematográfica el milagro hemos de tomarlo en su sentido metafórico y simbólico. Y es que Ordet es, antes que nada, un canto a la vida[xii], el testimonio de que el único milagro, el más enorme, es el hecho de vivir. 


Para Johannes –un loco en Cristo, como el personaje central de Emmanuel Quint de Gerard Hauptmann- y para Maren (la niña), que habitan la inocencia de la locura y de la infancia, lo que para los demás se presenta como escandaloso no lo es en forma alguna para ellos. Lo experimentan como coherente, normal, necesario. No reconocen la excepción, la ruptura de las reglas físicas. Para ellos la resurrección de Inger ocurre porque debe ocurrir, porque está bien que ocurra[xiii]. El propio Dreyer en el guión de la película que proyectaba realizar sobre la vida de Jesús de Nazaret escribe lo siguiente acerca de la supuesta resurrección de la hija de Jairo: “(Jesús) pretende reavivar el espíritu de la niña inerte influyendo en su todavía accesible subconsciente. Durante un rato, el silencio se apodera de la estancia. Tan pronto como Jesús cree que tiene el subconsciente de la niña bajo su control, pone a prueba su excepcionalidad y misterioso poder de sugestión. Se aproxima a la cama, toma su cuerpo, que aún está fría, y se dirige a ella diciéndole: Muchacha, yo te lo digo: ¡Levántate!”.


            Johannes ha perdido la cordura por leer demasiado (igual que le ocurrió a Don Quijote). Los escritos de Kierkegaard, dice su hermano Mikel, le han trastornado. En la obra teatral de Munk se nos ofrece más información, además de la lectura de Kierkegaard se menciona la influencia del dramaturgo noruego Björnstjerne Björson[xiv]. De hecho la primera aparición de la locura en Johannes se produjo así: salía ensimismado junto a Agathe, su prometida, de ver la representación de Más allá de nuestras fuerzas del escritor escandinavo sin darse cuenta que un coche se abalanzaba sobre él. Agathe acude a apartarlo pero es ella la que será atropellada. “Poco después, una noche –le cuenta Mikel al pastor- cuando Agathe todavía estaba de cuerpo presente, sus padres despertaron al oír unos gritos. Allí encontraron a Johannes, tirando de ella y ordenándole en nombre de Jesús que se levantara”.


            Johannes se cree Jesús y acusa a quienes lo rodean de carecer de fe en él, en el Jesús vivo, porque son idólatras que veneran al Jesús histórico. Munk se deja llevar por el pensamiento de Kierkegaard que reprochó a sus coetáneos no creer en el Jesús vivo sino en el muerto: “Si no puedes tolerar la contemporaneidad, tolerar esta visión en la realidad, el salir a la calle, y ver que es Dios con ese horrible acompañamiento, y que ésta es tu misma situación si cayendo de rodillas no lo adoras: es que no eres cristiano”[xv]. Para el pensador danés rendían culto a un ídolo. ¿Quiénes de ellos seguirían la llamada del galileo como lo hicieron aquellos hombres sencillos, los apóstoles, que le acompañaron en su existencia histórica? Kierkegaard  reivindica un cristianismo siempre actual; el verdadero cristiano debe sentirse ‘contemporáneo’ de Jesús. La fe ha de trascender lo ordinario y hacer viable el acceso a lo radicalmente otro, a lo sagrado, a aquello que a los ojos de la razón se presenta obstinadamente como absurdo. El milagro no es lo excepcional, sino la búsqueda de la repetición[xvi]. Kierkeggard buscó una segunda oportunidad que le devolviera a Regina Olsen.


El problema de la fe aparece desde el inicio del film. Marten Borgen se lamenta ante su nuera de que su falta de fe es la causa tanto del descreimiento de Mikkel (el hijo mayor y esposo de Inger) como de la locura de Johannes. Si Dios no atendió sus plegarias se debe a que careció de la suficiente fe. No hay vuelta de hoja. Como un Job abatido cree que Dios ha castigado su pusilanimidad. El cristianismo que se vive en la granja es grundtvigiano. Para Grundtvig se hace necesario tornar a las raíces cristianas, a un cristianismo alegre y vitalista. Quien mejor representa este ideal es Inger, ella nos recuerda a la esposa de Admeto, la bella y piadosa Alcestis, modelo de amor conyugal. Frente a esta visión esperanzadora se opone la que representa Peter el sastre seguidor de la Misión Interior. Sus correligionarios, más próximos a la adustez kierkegaardiana, son rigoristas, tenebrosos, propenden a tomar al pie de la letra las sagradas escrituras. La intransigencia –en sus variadas formas- es otro de los temas que denunció Dreyer en sus películas (Paginas del libro de Satán, Dies Irae, La pasión de Juana de Arco…). El fanatismo en cualquiera de sus máscaras (religión, política, ciencia…) es siempre una manifestación del mal. La oposición entre ambos, Peter y Borgen, parece irreconciliable. Le dice Borgen a Peter: “Vosotros creéis que el cristianismo consiste en amargarse y flagelarse. Yo creo que el cristianismo es plenitud de vida”. Sólo la muerte de Inger habrá de aproximarles. Inger representa mejor que nadie la fe viva, la fe es inseparable de la acción cotidiana. Dios, al cabo, nos dijo Teresa de Jesús, anda entre los pucheros. Por eso es que Inger afirma que su marido, Mikkel, posee lo más importante para un ser humano, la bondad.


            Nos acercamos al final de la película: el cuerpo de Inger yace sobre el ataúd. La luz blanca[xvii], purísima, que entra por los dos ventanales baña toda la sala. Enfrente el reloj está parado. En un momento dado, Mikkel que se ha esforzado por contener las lágrimas (notamos como su barbilla comienza a temblar) no puede más y se derrumba, y rompe en llanto. Su padre intenta consolarle recordándole que el alma de su esposa “está con Dios”. Y en un nuevo acceso de llanto, Mikkel responde: “Pero su cuerpo, yo también amaba su cuerpo”.


Johannes, que había desaparecido, se presenta en la sala. Su atuendo (ya no lleva el pesado abrigo), su rostro iluminado, nos da a entender que se ha transformado, que ha recuperado la cordura. Se lamenta de que Inger esté muerta, y culpa de ello a la falta de fe de quienes creen amarla. El espectador lo prevé (lo teme y lo desea al mismo tiempo) sabe que el milagro habrá de suceder. Sabe que Johannes, como hizo Jesús con Lázaro, devolverá a Inger (¿está verdaderamente muerta o sumida en un sueño cataléptico?) al mundo de los vivos. Apresado en la malla que va trazando el film, el espectador acaba por comprender la inexorabilidad del milagro.  Maren, la sobrina, toma la mano de su tío, y le dice: “Pero date prisa, tío”. Johannes duda un instante, pero la fe de la niña le colma de fuerzas. Y, encomendándose a Jesús, enuncia la Palabra: “Dame la PalabraLa Palabra que devuelve la vida al que está muerto”. Y el milagro[xviii] se produce. El rostro de Inger se agita levemente. Los párpados, pesadamente, se abren. La vida ha vencido a la muerte. Había de ser así. Inger representa la vida (como Isis, como Cibeles). Nada más despertar, asombrada, pregunta por el niño. El niño está con Dios, le responde Mikkel. La savia de la vida colma su cuerpo. Se siente confusa, desorientada, emergiendo de un sueño muy profundo. Aproxima su boca a la cara de su esposo. Le besa con avidez, le devora. Es el hambre de vida que la habita. Y la imagen se funde mientras suena, casi imperceptible, la música.


            ¿Qué nos muestra, qué nos enseña –si es que algo nos enseña- Ordet? Nos levantamos de nuestra butaca, salimos torpemente del lóbrego antro donde hemos asistido a este juego de voces y claroscuros. Nos molesta comentar con quien nos acompaña la impresión que la película nos ha provocado. Desconocemos si nos ha agradado o no. Buscamos ordenar nuestros pensamientos. Somos arrastrados afuera de la sala abruptamente. ¿Qué nos ha dicho el film? ¿Estamos tal cual nos encontrábamos antes o algo ha variado en nosotros? Si así fuera: ¿qué ha cambiado? Estas preguntas acerca de la obra de Carl T. Dreyer las podíamos ampliar a cualquier otro film o al arte en general. ¿Es que pensamos a través del film? ¿Qué es pensar? ¿Hay formas diferentes de pensar? ¿Se piensa intuitiva, discursiva, simbólicamente? ¿Un ser que piensa es acaso como afirmara Descartes: “algo que duda, entiende, concibe, afirma, niega, quiere, no quiere y, también, imagina y siente”?[xix]. ¿Sirviéndonos de la categoría de concepto-imagen de Julio Cabrera[xx], encontramos en Ordet un “impacto emocional”? ¿nos dice algo “acerca del mundo”?. Cuenta Rafael Sánchez Ferlosio[xxi] que, paseando en cierta ocasión con su hija de cinco años, le preguntó si sabía cómo se pensaba. La niña se detuvo mirando al padre, arrugó la frente y le dijo que se pensaba haciendo ‘mmmm…’ con la boca: ”Pensar es inervar los órganos de la palabra, es disponer la boca para hablar - sin que afecte que luego se desista, y se opte por callar-, pensar es exactamente hacer 'mmm...”.

            ¿Nos mueve Ordet a hacer con la boca: ‘mmm….’?




[i] No quiero dejar de recordar aquí el maravilloso plano-secuencia con que arranca Sed de mal (Touch of evil, 1958) de Orson Welles. Y la película de Aleksandr Sokurov, El arca rusa (2002), rodada en una sola toma.

[ii] No hay nada en el mundo que se pueda comparar con un rostro humano. Es un territorio que uno no se cansa nunca de explorar, un paisaje con su propia belleza, sea dura o suave. DREYER, Carl Th. Sobre el cine (‘Imaginación y color’)

[iii] Entre el cielo y la tierra, entrevista a Dreyer en ‘Cahiers du cinéma nº 170, septiembre de 1965.
[iv] N. F. Grundtvig (1783-1872). Escritor, político, pastor luterano y considerado el padre del moderno nacionalismo danés.
[v] Pintor holandés (Rotterdam, 1629- Amsterdam, 1684)
[vi] Pintor holandés (Midden-Beemster, 1622-Delf, 1654)
[vii] Nació en Michigam (1946). Director, guionista y crítico cinematográfico. Ha sido guionista de películas como Taxi driver o La última tentación de Cristo.
[viii] Refiriéndose a Ordet escribe Georges Sadoul: “Su búsqueda de lo abstracto desemboca en la realidad concreta. Su simbolismo es, sobre todo, una imagen del alma y de la condición humana”. Diccionario de cine, Madrid, 1977.
[ix] Algunos apuntes sobre el estilo cinematográfico.
[x] Investigación sobre el conocimiento humano,
[xi] Ética, I, apéndice.
[xii] Me viene a la memoria Sinfonía de la vida un film rodado en 1940 por Sam Wood  basado en la obra teatral de Thornton Wilder (1897-1975) Nuestra ciudad. Aún cuando no se presente propiamente como un milagro sino como resultado de la estrategia narrativa, se produce formalmente una resurrección: Una mujer embarazada muere en el parto (después comprobamos que no es así); ella imagina su muerte, conversa con otros muertos y, finalmente, regresa a la vida.
[xiii] “Los milagros nunca me han parecido absurdos; lo absurdo es lo que los precede y los sigue”. Julio Cortázar, Rayuela, 28.
[xiv] Björnstjerne Björson (1832-1910). Poeta, dramaturgo y narrador noruego. En 1903 recibió el Premio Nobel de literatura. En Más allá de nuestras fuerzas podemos leer: “¿Es que existe una fuerza tan poderosa que cuando se levanta es capaz de hacer salir el mundo de sus goznes? ¿O, tal vez, es que los hombres carecen de la audacia suficiente? ¿Y si hubiera uno que se atreviera? Indudablemente, otros le imitarían. Entonces yo sentí el deber de ser ese hombre, de intentarlo. Sentí que todo creyente debiera hacer lo mismo, porque creer es saber que no hay nada imposible para la fe (acto II, escena VI)”.
[xv] Ejercitación del cristianismo
[xvi] “Solamente es posible la repetición espiritual, si bien ésta nunca podrá llegar a ser tan perfecta en el tiempo como lo será la eternidad, que es, cabalmente, la auténtica repetición (…). La excepción irrumpe en lo general a través de un proceso vasto y enormemente complicado, en el cual la excepción sostiene un combate durísimo para defender su derecho a existir”. La repetición
[xvii] “Dreyer es, posiblemente, el cineasta que con más decisión ha utilizado la luz con un significado trascendente. La maravillosa escena de Ordet (La palabra, 1954) en la que Inger (Birgitte Federspiel) resucita, está bañada por una luz deslumbrante, expresión del mundo sobrenatural en que se va a producir el milagro”. José María Aguilar, El cine y la metáfora. Sevilla, 2007.
[xviii] Siguiendo la fecunda estela de Ordet, Tarkovski también se ‘atrevió’ con el milagro en Sacrificio (1986), Lars von Trier en Rompiendo las olas (1996) y Carlos Reygadas en Luz silenciosa (2007).
[xix] Meditaciones metafísicas, II.
[xx] Julio Cabrera, Cine: 100 años de Filosofía. Barcelona, 2008. Gilles Deleuze utiliza la noción de “imagen-tiempo”, en Estudios sobre cine.
[xxi] Vendrán años más malos y nos harán más ciegos

2 comentarios:

  1. La analogía con la caverna platónica me parece adecuada y sugerente. Escribe Kierkegaard en *La Repetición*: "LA REPETICIÓN viene a expresar de un modo decisivo lo que LA REMINISCENCIA representaba para los griegos". Añade luego su contraste: "El amor-repetición es en verdad el único dichoso. Porque no entraña, como el del recuerdo, la inquietud de la esperanza, ni la angustiosa fascinación del descubrimiento, ni tampoco la melancolía propia del recuerdo. Lo peculiar del amor-repetición es la deliciosa seguridad del instante".
    Y ahora viene la tragedia de la que sólo nos salvará el milagro:
    "Lo interesante no se repite nunca".

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