viernes, 30 de octubre de 2015

DRÁCULA. LAS METAMORFOSIS DEL MITO

Si alguien nos preguntara qué sabemos sobre Drácula, sin duda le contestaríamos que es el vampiro más poderoso. Camuflado bajo la apariencia de un elegante y misterioso conde procedente de Transilvania, este monstruo intenta destruir la especie humana infectándola con el mordisco de sus afilados colmillos. Vive de noche y, durante el día, duerme en un ataúd. Como carece de alma, no se refleja en los espejos. Es rey de las tinieblas y señor de los animales más repugnantes. Puede transformarse en murciélago o en lobo, lo mismo que desvanecerse en el aire. Lo espantan el ajo y el crucifijo pero, para destruirlo, el ritual más eficaz es clavarle una estaca en el corazón. Esta es la imagen popularizada por Hollywood que todos conocemos. Sin embargo, apenas somos conscientes de la forma en que se ha forjado y evolucionado este mito de raíces antiquísimas, ni de cuáles son las razones por las que nos seduce tanto. Vamos a examinar algunos de los aspectos de su rica simbología, para comprobar cómo se han ido articulando a lo largo de los siglos. Al final nos sorprenderá descubrir hasta qué punto somos nosotros mismos el reflejo escondido en la leyenda de Drácula.
 Uno. Los orígenes
 Todas las culturas consideran la sangre como el fluido más vital. Su pérdida arrebata la vida y, al contrario, recibir sangre la renueva. Por ello existe un temor ancestral a los seres malignos que se apoderan del rojo líquido, y ese miedo se traslada a relatos que comparten pueblos muy alejados entre sí en el tiempo y en el espacio, como refleja La rama dorada (1890) de Sir James G. Frazer. Sobre el año 2300 a. C. ya se registraron en Mesopotamia historias de diosas y demonios que bebían la sangre de los recién nacidos, como Lamashtu o Lililu (la Lilith de los judíos).
Podemos rastrear su presencia de Siberia a la América precolombina, de las brumas del norte al África abrasadora. También en Europa estaba muy arraigado en el folklore de las zonas rurales, especialmente en Serbia, Hungría, Austria o Polonia pero no, curiosamente, en Rumanía. En Irlanda, país del padre literario de Drácula, Bram Stoker, existía la creencia en Dearg- due, el “chupador de sangre roja”. La superstición y las grandes epidemias de peste y rabia que asolaron Occidente entre los siglos XIV al XVIII, cristalizaron en el miedo irracional  a los no-muertos.
 A diferencia de los fantasmas, que no tienen cuerpo, o de los zombis, cadáveres animados por la magia negra, los vampiros (del húngaro vampir), son seres entre la vida y la muerte que se alimentan de sangre. La idea de los muertos volviendo de la tumba pudo surgir del enterramiento prematuro de enfermos catalépticos o moribundos de peste, a los que la gente, aterrorizada, vería escapar de los cementerios. La idea del no-muerto también pudo ser resultado del hallazgo de ataúdes vacíos, en una época en que era frecuente el robo de cadáveres para las disecciones anatómicas prohibidas por la Iglesia. Por otro lado, mientras que el catolicismo consideraba los cuerpos incorruptos como signo de santidad, la Iglesia oriental atribuía carácter demoníaco a aquellos restos incólumes, de los que manaba sangre al pincharlos. Principalmente eran sospechosos de ser vampiros los herejes y los suicidas, a los que se atribuían todos los males.
Ello desató una auténtica furia decapitadora de cadáveres en Europa central durante el siglo XVIII. Paradójicamente, la era de las Luces vivió la mayor efervescencia del vampirismo en la historia. Libros como Magia Posthuma de  Shertz (1706) o el de Calmet de 1746 encendieron la calenturienta imaginación de un público cuya esperanza de vida era muy corta. Muchas personas consideran siniestro en grado sumo cuanto está relacionado con la muerte, con cadáveres, con la aparición de los muertos, los espíritus y los espectros... Pero difícilmente hay otro dominio en el cual nuestras ideas y nuestros sentimientos se han modificado tan poco desde los tiempos primitivos, en el cual lo arcaico se ha conservado tan incólume bajo un ligero barniz, como en el de nuestras relaciones con la muerte. Dos factores explican esta detención del desarrollo: la fuerza de nuestras reacciones afectivas primarias y la incertidumbre de nuestro conocimiento científico (...) Nuestro inconsciente sigue resistiéndose, hoy como antes, a asimilar la idea de nuestra propia mortalidad (Sigmund Freud, Lo siniestro)
Kit para matar vampiros en 1840
El irónico Voltaire escribió: Los vampiros eran muertos que salían del cementerio por la noche para chupar la sangre a los vivos, ya en la garganta, ya en el vientre, y que después de chuparla se volvían al cementerio y se encerraban en sus fosas. Los vivos a quienes los vampiros chupaban la sangre se quedaban pálidos y se iban consumiendo, y los muertos que la habían chupado engordaban, les salían los colores y estaban completamente apetitosos. En Polonia, en Hungría, en Silesia, en Moravia, en Austria y en Lorena eran los países donde los muertos practicaban esa operación. Nadie oía hablar de vampiros en Londres ni en París. ( el subrayado es mío )
 Monarcas ilustrados como la emperatriz María Teresa de Austria prohibieron la apertura de tumbas y la profanación de los cuerpos con el ritual de la estaca, con la que se pretendía clavar el alma en pena al cuerpo de los supuestos vampiros. En Inglaterra no se derogó la norma que obligaba al exorcismo de la estaca y la decapitación hasta 1824.
 Dos. Monstruos a la orilla del lago
Villa Diodati
 En la irrepetible noche del 16 de junio de 1816, cerca del lago de Ginebra, tuvo lugar la gestación de dos de los más grandes mitos de la literatura fantástica. Villa Diodati, en Cologny (Suiza), era la residencia de verano de Percy B. Shelley, su futura esposa Mary Wollstonecraft, y lord Byron, que viajaba acompañado por su médico personal, John William Polidori.
Lord Byron, un vampiro psíquico
 Ese mismo año había tenido lugar la explosión del volcán Tambora, en Indonesia. Arrojó tal cantidad de material a la atmósfera que se produjeron fuertes alteraciones climáticas. Sin poder disfrutar de la naturaleza, los amigos se entretenían dentro de la casa contándose historias de misterio e imaginación. En pleno apogeo del Romanticismo, con el lado oscuro de la mente pugnando por desatarse de las ataduras de la razón, aquellos genios se concertaron para escribir cada uno un relato de terror.
Polidori
 Como es bien sabido, Mary Shelley dio a luz en 1818 a Frankenstein, mientras que Byron empezó una historia de fantasmas, ambientada en Grecia, de la que pronto se cansó. Más tarde, Polidori la retomó y acabó transformándola en una narración acerca de un aristocrático vampiro, en la que se ha querido ver el retrato psicológico del propio lord Byron, que trataba de forma despótica y cruel al pobre Polidori, robándole su energía vital. Algo parecido debió de ocurrirle a Abraham Stoker (8-11- 1847-1912), un novelista irlandés con escaso éxito inicial, que consagró todo su tiempo y dinero a ensalzar al actor más famoso de su época, Henry Irving, quien le pagó su dedicación con burlas y desprecios constantes.
Bram Stoker
 Tres. Drácula de Bram Stoker (1897)
 Resumidamente, la novela cuenta cómo un joven abogado inglés, Jonathan Harker, viaja al castillo del conde Drácula, en los lejanos Cárpatos, para encargarse de gestionar unas ventas. Aunque al principio su anfitrión le fascina con su incansable conversación, pronto descubre que no come, sólo vive de noche, no se refleja en los espejos y es un ser egoísta y despreciable. Como en el cuento de Barba Azul, cuando el Conde le prohíbe que penetre en una recóndita habitación de la mansión, se desata la curiosidad de Harker. Allí encuentra a tres voluptuosas vampiras que lo seducen. Sólo la repentina aparición de Drácula impide su bautismo de sangre. Mientras Harker permanece como prisionero en el castillo, Drácula viaja a Londres a poner en práctica su maléfico plan de invasión. Primero vampiriza a Lucy Westenra, una joven de familia acomodada, sonámbula y de carácter débil. Paulatinamente su salud se marchita, sin que nadie tenga una explicación para los extraños orificios que presenta en el cuello. Van Helsing, un médico holandés experto en enfermedades misteriosas, intentar salvarla con transfusiones de sangre, entonces una novedad, pero al final Lucy muere. Entre tanto, Harker, que ha conseguido escapar de Transilvania, se casa con la bella e inteligente institutriz Wilhelmina Murray. También a ella la vampiriza Drácula usando sus poderes hipnóticos. En la batalla final, el Bien triunfa sobre el Mal y Mina se salva.
 A diferencia de nosotros, que conocemos todos esos pormenores de la historia, cuando Stoker escribió su novela los lectores victorianos no sabían nada sobre Drácula, al que el autor desvelaba poco a poco y de manera indirecta, a través de las percepciones de los distintos personajes. La original narración avanza al ritmo de las cartas que los mismos se intercambian, las anotaciones hechas en sus diarios, las noticias publicadas en los periódicos, los telegramas, informes médicos, grabaciones fonográficas… Un mundo culto y de progreso tecnológico en lucha contra los poderes primitivos del Maligno.
 Cuatro. El verdadero Drácula
Vlad Dracul
 Vlad II (1390-1447) fue un noble gobernador de la Valaquia, un principado en los Balcanes. Gracias a sus triunfos en la lucha contra los otomanos, Vlad fue admitido en la prestigiosa Orden del Dragón, una fraternidad secreta que acogía sólo a 24 caballeros de la cristiandad. Por ese motivo, se asoció a su nombre el de Dracul-“dragón”, que heredó su hijo Vlad III Draculea (“hijo de Dracul”). Este príncipe del Renacimiento, que vivió entre 1431 y 1476, -para situarnos en el tiempo, fue más o menos coetáneo de Lorenzo de Medicis-, continuó las batallas de su padre contra los turcos. A pesar de que el imperio otomano se había apoderado de Constantinopla en 1453, sus gobernantes temían la ferocidad de aquel demonio. Aunque en Rumanía ostenta la categoría de héroe nacional, lo cierto es que masacró a sus enemigos y exterminó a algunas etnias de su propio pueblo, como los gitanos, con un odio genocida. Se calcula que, en el período de seis años que duró su gobierno, ordenó la ejecución de unas 100.000 personas, la mayoría por el atroz método del empalamiento. Por ello se ganó el apodo de Vlad Tepes, el Empalador, y no es de extrañar que las leyendas transmitieran pronto su fama del monstruo sanguinario.

 Otro personaje femenino verdaderamente espantoso dio cuerpo a la figura de las vampiras. La primera asesina en serie conocida es Erzsébet Báthory (1560-1614), una condesa húngara obsesionada con la eterna juventud, que se bañaba en la sangre de doncellas para intentar conservar su belleza. Con ese fin atraía a su castillo un ingente número de campesinas para trabajar como criadas. Cuando el tratamiento facial fracasó, recurrió a la sangre azul de las jóvenes de la nobleza para mejorar su eficacia. Fue entonces cuando sus horrendos crímenes salieron a la luz. Fue procesada y condenada a morir emparedada. Se cree que unas 630 jóvenes murieron a manos de esta psicópata. Stoker tuvo conocimiento de tales figuras gracias a Arminius Vámbery, un lingüista y folclorista húngaro que le sirvió de modelo para el sabio Van Helsing.
 Cinco. El mundo victoriano al descubierto
 La década de 1890 fue crucial para Inglaterra. Con un imperio colonial en su cénit, en la metrópolis se daban cita, muchas veces confundidas, la mayor de las riquezas y las masas depauperadas. El abismo social entre unas clases y otras era insalvable. En el infierno de las calles londinenses, Jack el Destripador había estremecido a sus conciudadanos con sus espeluznantes crímenes en 1888. Por otro lado, si pensamos que sólo ahora nuestro mundo está completamente globalizado, deberíamos pararnos a reflexionar que, entre 1800 y 1924, se desplazaron 60 millones de europeos debido a la explosión demográfica y el alto desempleo. Los principales flujos migratorios en la época de Stoker procedían de los países del sur y del este de Europa. Esta oleada masiva de trabajadores de baja formación generó una corriente de racismo desaforado. El antropólogo de origen alemán Franz Boas ( 1858-1942) denunció los flagrantes errores de la ideología racialista, demostrando científicamente que la mezcla genética de poblaciones de diferentes orígenes no resulta perjudicial para la evolución humana sino todo lo contrario. Por esta inmensa aportación intelectual, Ernest R. Trattner incluye a Boas entre los grandes arquitectos de ideas de la humanidad, al nivel de Einstein, Darwin o Freud.
Franz Boas
Sin embargo, en las postrimerías del siglo XIX hasta los mejores intelectuales veían amenazada la supremacía de la raza blanca por la insidiosa presencia de los inmigrantes latinos y eslavos, considerados inferiores, portadores de enfermedades exóticas y costumbres indeseables. Recordemos la imagen de los inmigrantes retenidos en cuarentena en la Isla de Ellis, irónicamente a la vista de la estatua de la Libertad, antes de franquearles la entrada al paraíso del trabajo y de la posibilidad del ascenso en la escala social. Este temor y repulsión ante las invasiones eslavas está también presente en Drácula. El Conde es un extranjero procedente de Rumanía que representa a aquellos pueblos del este, educados en una cultura amenazante. Viaja con un séquito de zíngaros que acarrean tierra de la salvaje Transilvania-topónimo que significa “más allá de los bosques”-, porque, igual que Escarlata O'Hara sacaba su fuerza de la tierra roja de Tara, también Drácula necesitaba ese vínculo material con su lugar de origen para mantener su poder. Sin duda es una crítica al hecho de que los inmigrantes se negaban a cortar sus lazos con su nación de procedencia.
 Si avanzamos un poco más en la hermenéutica de la historia, nos veremos obligados a explicar por qué Drácula repele pero también atrae. Una de las razones que se han apuntado es que el vampiro no gobierna sus actos por la moral burguesa, estrecha de miras, sino que, en un ejercicio de individualismo exacerbado, es dueño absoluto de sus principios. Aunque se mueve con soltura en sociedad, desprecia sus convencionalismos y no se siente obligado a esconder sus impulsos bajo la máscara de la hipocresía. Para colmo, vive en un universo cuyas leyes físicas son completamente distintas a las nuestras: se desintegra, se transforma a voluntad en todo tipo de alimañas, trepa y atraviesa las paredes… Es el paradigma de la libertad, la sexualidad desenfrenada y el poder omnímodo, que incluso ejerce por control mental. Su sistema de valores es el reverso del nuestro y por eso constituye un peligro disolvente del orden social. Como en El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde (1886) de R.L.Stevenson, la novela de Bram Stoker, publicada 10 años después, es también un ejemplo de la psicopatología de fin de siglo. Enfrenta el mundo social moral, con los sacrificios impuestos por la civilización, al efecto disgregador del libertinaje. La materia y el espíritu se presentan como irreconciliables, y esa contradicción debe resolverse con la sumisión de los instintos al superyo represor. No resulta admisible que el inconsciente desatado de sus cadenas perturbe la paz social.
 Pero aún hay un hilo oculto más: Drácula es un depravado aristócrata, un terrateniente latifundista, el mundo agrario atrasado frente al urbano, un sobreviviente a extinguir del Antiguo Régimen, en un momento histórico en el que, definitivamente, la burguesía ha tomado las riendas del poder. Su modelo de lucha contra el universo arcaico del vampiro es el humanismo científico: el progreso tecnológico de la mano de la fe religiosa, el trabajo en equipo de una hermandad de hombres frente al individualismo egoísta de Drácula.
 Seis. Drácula se muda a Hollywood
 Drácula obtuvo cierto éxito, aunque sus lectores habrían preferido que aquella historia gótica se hubiera ambientado en el pasado, y no en el Londres contemporáneo, así que no llegaron a ser conscientes de los radicales conflictos que latían en la historia. Somos nosotros los que, después de más de cien convulsos años, podemos realizar este análisis, en el que quedan aún unos cuantos pasos que dar.
Florence Balcombe
 A la muerte de Stoker, su viuda, Florence Balcombe, autorizo la adaptación de la novela al teatro. Ello supuso cercenar la riqueza de personajes y situaciones que contenía la narración, pero también fue el paso necesario para que pudiera ser trasplantada al cine. Se estrenó en Londres en 1924 y logró un gran éxito. Pronto se pensó en montarla en Broadway pero, para ahorrar costes, no se contrató al actor inglés sino a un desconocido intérprete húngaro, Bela Lugosi. Éste aportó al personaje los elementos más característicos del canon vampírico: la mirada penetrante, la extrema palidez, el pelo engominado, el acento exótico y amanerado, unos modales parsimoniosos y, sobre todo, la elegante capa negra forrada de terciopelo rojo que, en realidad, era un elemento del atrezzo para simular la transformación del Conde en humo mientras desaparecía del escenario por una trampilla.
La primera adaptación al cine fue Nosferatu (1922), de F. M. Murnau. Con la utilización de este nombre y no el de Drácula, el director pretendía eludir el pago de los derechos de autor. La viuda del novelista demandó a Murnau y los tribunales alemanes ordenaron la destrucción de la película. Si no fuera porque ya se había distribuido en Estados Unidos, nos habríamos quedado sin esta joya del expresionismo. Es magistral el juego de sombras siniestras que en ella se muestra. Hoy, 28 de octubre, es el Día Mundial de la Animación. Para celebrarlo, os invito a ver en cualquier momento el corto de animación El gato baila con su sombra, elegido por la revista Fotogramas como uno de los 100 mejores de 2012, para que disfrutéis con este magnífico homenaje al cine de terror, en el que Nosferatu tiene una fuerte presencia.
 http://vimeo.com/39226286


 Al socaire del éxito de la adaptación teatral, y rescatando como protagonista al propio Bela Lugosi, en 1931 Tod Browning rodó Drácula para la Universal, que se convirtió en la película más taquillera del año. Como curiosidad puede añadirse que, en aquella época, no existía el doblaje sino que los filmes se rodaban en otros idiomas, simultáneamente a la versión inglesa pero una vez que el casting oficial abandonaba los platós. De noche, con los mismos decorados pero interpretada por actores hispanos, se rodó en el mismo año la versión en castellano de Drácula, bajo la dirección de George Melford, quien no hablaba nuestra lengua. Una rareza cinematográfica con media hora más de metraje que la de Browning y que, después de estar perdida durante muchos años, apareció hace poco en la Filmoteca de La Habana.

 Después del taquillazo de Drácula vino todo un aluvión de películas de monstruos, de miedo o de risa (recordemos la de Abbot y Costello), hasta llegar a un punto de absoluta banalización y desgaste. La fuerza expresiva del mito se recuperó en 1958 a manos de Terence Fisher. El Drácula que compuso Christopher Lee, haciendo pareja con Peter Cushing como Van Helsing, fue verdaderamente antológico y varió de manera sustancial la imagen del Conde: dinámico, mayestático, cruel y repulsivo pero con un atractivo erótico innegable. El film se encuadraba en un revival en color de los viejos clásicos de la Universal, lo que representaba una apuesta arriesgada pues a las historias de vampiros les iban muy bien las sombras y claroscuros del blanco y negro. El technicolor y la mayor libertad de costumbres permitieron un tratamiento estremecedor de la efusión de sangre, fluido hasta entonces tabú en la gran pantalla, como también los mordiscos, que siempre se habían producido fuera de cámara. Se añadió un nuevo elemento a la imagen draculea: los ojos inyectados en sangre.
Y seguía existiendo una lectura sociopolítica como trasfondo. En la época del Drácula de 1931, Estados Unidos estaba inmerso en la Gran Depresión. El subtexto que podía sobreentenderse en la película, aunque no fuera la intención de su realizador, era que la culpa de los males sociales no la tenían los especuladores ni los políticos, sino los inmigrantes, gentes venidas de otras partes del mundo que malgastaban su recursos, desplazaban a los americanos de sus trabajos vendiendo sus servicios más baratos y sustituían la elevada cultura anglosajona por otra devaluada. Aquella atmósfera de pánico tras el gran Crack  fue el caldo de cultivo apropiado para que la película pulsara los resortes ocultos en el mito de Drácula, cuyo elemento más distintivo frente a los restantes monstruos es su condición de extranjero.
De hecho, en cada momento histórico Hollywood ha jugado con esa extranjería para canalizar los odios hacia el lugar de donde procedía el enemigo. Así, en la película de 1958 el castillo del Conde no se sitúa en el famoso Paso del Borgo sino en Klausenberg, un territorio de Rumanía invadido por los nazis. En aquellas fechas todavía estaba muy cercano en el tiempo el final de la Segunda Guerra Mundial y estaba claro quiénes habían jugado el papel de malos en la misma. 
Pero la vuelta de tuerca definitiva la encontramos 20 años después, con la adaptación de John Badham dirigió en 1979, después de realizar Fiebre del sábado noche. El protagonista es el joven y apuesto Frank Langella, que ya había encarnado a Drácula sobre las tablas. La novedad reside en el cambio del papel femenino, que ha de ponerse en relación con las variaciones en el pensamiento social en cada época. La madre de Bram Stoker, Charlotte M. Blake Thornley, había sido una defensora de los derechos de la mujer y ello permeó la visión del novelista. Mina es una animosa joven burguesa, que intenta abrirse camino en el mundo de los hombres y es clara la mayor simpatía del autor por ella frente a Lucy, una ociosa y  enfermiza integrante de la clase alta. Pero Stoker castiga a sus protagonistas femeninas por salirse de la norma de la decencia en las costumbres. En cambio, de ese discurso reaccionario acerca de la mujer se pasa a otro progresista: el Drácula de 1979, en plena era de la liberación sexual, aplaude la actitud decidida de Lucy. Drácula no la seduce con sus artes oscuras sino por su propia voluntad. Ella misma se entrega al príncipe extranjero en una historia romántica de amor imposible.
 Ello es aún más evidente en el Drácula de Francis Ford Coppola, en 1992. En un emotivo homenaje al poder del celuloide, es en el cinematógrafo- espacio en el que se dan cita las sombras, las apariencias, las ilusiones-, donde tiene lugar el reencuentro de los amantes separados por los siglos: “He cruzado océanos de tiempo para encontrarte”, le dice el Conde a Mina, en un giro hacia la leyenda del Holandés errante. Esto me lleva a la última parte de la entrada, la capacidad de este poderoso símbolo para asociarse con otros y seguir evolucionando.
Siete . El vampiro sin imagen
María Lorenzo animando
Una de las muchas historias que Stoker pretendió escribir acerca de Drácula, y que finalmente no incluyo en la novela, fue la de Francis Aybrown, un artista que intentaba pintar su retrato sin éxito, pues siempre acaba pareciéndose a otras personas. La realizadora María Lorenzo, coordinadora del proyecto colectivo El gato baila con su sombra, tiró de ese cabo suelto en la novela para elaborar un relato, Retrato de D., que se convirtió después en un exitoso corto de animación en 2004. Logró una gran difusión nacional e internacional y obtuvo múltiples premios, presentando una preciosa y cuidada estética que evoca la pintura impresionista en movimiento. El giro que da el mito aquí es hacia la sociología del artista: la aspiración, siempre insatisfecha, a la obra de arte perfecta. Abajo tenéis el enlace para verlo:

Londres, 1891. En un ambiente modernista, decadentista, Nowan Dyes es el pintor de moda cuyos favores se disputan todas las damas. Herido por el spleen baudelaireano, el hastío finisecular, Nowan detesta ese ambiente frívolo y solo desea pintar al fascinante conde D. Como un moderno Sísifo, cada día emprende el trabajo de nuevo porque las líneas  se desdibujan tras la noche.
 Leemos en este espléndido cuento borgeano: Pintar a D. fue como querer fijar con alfileres el lánguido devenir de una voluta de humo: una vez terminado el boceto, cambiaban las proporciones de su varonil figura; los tonos nacarados de su frente altiva se tornaban verdes y grises sobre el lienzo; y cuando había terminado de acusar los ángulos de su rostro, la masa de pintura me mostraba impúdica una máscara de mujer. Una y otra vez, durante meses, daba por acabado el retrato, y a la mañana siguiente, con la cabeza despejada tras pocas horas de sueño, desde el fondo de mi estudio me sorprendía el retrato de una persona diferente. No fue sino muchos años después cuando llegué a comprender la aflicción de cinco siglos que arrastraba el Conde, aullando desesperado frente al espejo de mi estudio, incapaz de recordar los rasgos de mi propia cara.

Obsesionado con el misterio, acude a casa de D. para obtener alguna respuesta. Allí recibe su bautismo de sangre, iniciando una nueva existencia, la de la lucidez artística, a la  que pronto seguirá el tormento eterno. El mordisco transformador catapulta a Nowan por delante de su tiempo, llevándole al bullente ambiente artístico del período entreguerras.
 En un espectacular flashforward, tanto desde el punto de vista narrativo como visual, vemos pasar delante de las lentes ahumadas de Nowan -un guiño a las gafas bohemias de Gary Oldman en el Drácula de Bram Stoker-, máscaras de gas de la primera contienda mundial y algunas de las más conocidas imágenes de las vanguardias pictóricas, al ritmo de una música de club de jazz de los años veinte. Pero, pasada la efervescencia creativa, Nowan se da cuenta de que la belleza de D., atractiva y repelente al mismo tiempo, siempre se le escapará. Y, aún más, acaba siendo un vampiro existencialista, como el Nosferatu el vampiro de la noche (1979) de Werner Herzog: “Es una experiencia terrible no poder envejecer. La muerte no es lo peor. Hay cosas más terribles que la muerte. ¿Se imagina vivir durante siglos? Experimentar todos los días las mismas banales experiencias”
Retrato de D. es también una profunda reflexión metafísica sobre el paso del tiempo. Esta es otra parte trágica del sino de Drácula, que nos advierte de lo equivocadas que están nuestras pretensiones de vivir para siempre. Nowan, convertido en Nadie para las generaciones posteriores, se jugó su alma y su propia imagen inútilmente por una imposible perfección artística, otra dolorosa herida para nuestra aspiración a lo Absoluto, que ya habían reflejado Balzac en La obra maestra desconocida (1831)-que ilustraría un Picasso entusiasmado-, o Henry James en La Madonna del futuro (1873). El de Drácula es un mito en constante cambio que siempre tiene algo nuevo que contarnos acerca de nosotros mismos. Como me avisa mi amiga Marisa Ayesta, pronto nos sorprenderá una serie con nuevas andanzas del Conde, interpretado por Jonathan Rhys Meyers, y puede suponerse que con un alto voltaje erótico visto el trabajo anterior del actor en Los Tudor. Óperas, musicales, versiones poéticas, parodias, adaptaciones infantiles, animación, series de televisión… La leyenda de Drácula nunca se acaba.
Vieja leyenda, sangre nueva

Para escribir esta entrada me he basado en Drácula. De Transilvania a Hollywood (1992), de Roberto Cueto y Carlos Díaz; Máscaras de la ficción (2002), de Román Gubern; el texto de Cristina Fernández Cubas en Héroes de ficción ( 2000); y en las conferencias de los profesores John Douglas Sanderson  y Catalina Iliescu Gheorghiu en el ciclo dedicado a Drácula por la Universidad de Alicante en 2012.
Doodle  recordando a Bram Soker
Esta entrada se publicó originariamente en el blog Espíritu y Cuerpo, y después en Tinieblas en el corazón porque la guía de lectura del mito utilizada es la antropológica, a la busca de las contradicciones de la cultura occidental, la mirada sobre los Otros, la evolución de los roles de género...Pongo el enlace de origen por si os interesa leer los muy documentados comentarios que allí se han realizado.http://esprituycuerpo.blogspot.com.es/2013/10/dracula-las-metamorfosis-del-mito.html
Si queréis saber más acerca de la animadora María Lorenzo, tenéis información muy interesante en http://mujeresparalahistoria.blogspot.com.es/2013/11/conversando-con-maria-lorenzo.html 



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