lunes, 11 de noviembre de 2019

"PATERSON" (2016), DE JIM JARMUSCH. CINE Y POESÍA.



Paterson. Cine y poesía
                                                                                    Miguel Florián

Paterson es una ciudad de New Jersey; pero es también el nombre de un personaje que aparece en un film de Jim Jarmusch y, ante todo, el título de una ‘epopeya’ escrita por William Carlos Williams (WCW), donde aparece un narrador que, por cierto, se llama Paterson.

Jarmusch filma una narración de un preciso lirismo: el curso de los acontecimientos, las imágenes reflejadas en los escaparates, el proceso que se deshilvana en la mente del protagonista rumiando palabras que buscan precipitarse en el poema. “El poeta es alguien que se contenta con palabras”, dejó escrito Nikos Kazantzakis.


En el filme los días aparentan asemejarse. Paterson, de lunes a viernes, suele despertarse en torno a las 6:15 y repite el mismo ritornelo: acariciar a Laura dormida, besar sus hombros, desayunar leche con cereales… Después le vemos salir de la casa con el canasto (vaya, la tartera) en donde Laura ha colocado comida y también algún detallito (por ejemplo, un retrato de Dante). Se dirige a la cochera. Porque Paterson, que vive y trabaja en Paterson, es conductor de autobuses. Ya frente al volante aprovecha unos minutos para dejar fijadas en su cuaderno las palabras que han ido revoloteando en su cabeza. Reproduce lo que su admirado poeta WCW solía hacer cuando regresaba a su casa del trabajo. Así, al menos, lo cuenta William Eric Williams, hijo del poeta de Rutherford.

William Carlos Williams
Aparece Donnie, encargado de registrar las salidas y entradas de los autobuses. Es un hombre apesadumbrado, pesan sobre él demasiados lastres familiares. Tal vez exagera y se hace algo la víctima. Es un alma en pena.


El autobús inicia su recorrido por las calles de la ciudad. Una ciudad (al menos lo que se nos presenta) destartalada y fea, pero que la mirada de la cámara nos la ofrece cubierta en una extraña belleza. La fotografía nos muestra una pátina, un resplandor, una limpidez sorprendente. Qué pequeña es la distancia entre lo bello y lo feo. Depende del  alma, de los ojos del alma.

Llega la hora de comer. Siente predilección por hacerlo junto a la cascada.

Regresa al volante. El interior del autobús es ‘un pequeño teatro del mundo’. Los actores charlan sobre sus cosas: sobre sus ídolos deportivos, sobre sus sueños, sobre el deseo imaginado y no alcanzado.

Ah…y los reiterativos gemelos (¿por qué esa duplicación?). Laura sueña con hijos gemelos.


Acaba la jornada. Paterson vuelve a casa. A la mansedumbre muelle de lo doméstico: el poste del buzón siempre desencajado, el sofá, Laura que cubre cuanto encuentra de pintura negra. Negro sobre blanco. Ella se imagina cantante country. Por eso quiere hacerse de una guitarra. Claro está: ajedrezada (blanca, negra). Es muy coherente. Laura le pregunta a Paterson por sus versos. A mí me parece que lo hace un poco de cumplido. Él, embebido, ensimismado (qué palabra tan curiosa, ensimismado). Habita en dos ámbitos. “Mi padre también es poeta, ¿no lo sabías? Siempre está pensando en otra cosa”, dice el personaje de una novela de Sándor Marai.


Todo ocurre ante la mirada hosca del perro, un bulldog cascarrabias; él y Paterson no congenian. Marvin, el perro, es en alguna medida el hijito deseado por Laura. Paterson se dirige al acostumbrado bar donde reina Doc, el camarero. El perro queda fuera. Toma una jarra de cerveza mientras conversa con Doc quien, por cierto, tiene cara de bulldog (¿será gemelo de Marvin?). Es un hombre sabio, una suerte de Sócrates doméstico (también padece a su Jantipa). Juega al ajedrez consigo mismo, se desdobla. Un universo especular. Dentro del bar desfilan (como en el bus) una fauna de seres variopintos. Everett, el enamorado, que intentará suicidarse disparándose en las sienes balas de gomaespuma; los hermanos gemelos que juegan al billar…
                                       
Vuelta a casa. Un día más. Y los días fluyen. Aparecen pequeñas grietas que los distinguen. Y esas fisuras no sabemos adónde habrán de conducir. (Y la grieta en la taza de té / lleva a la tierra de los muertos, Wystan Auden). Las palabras se avivan en la mente, aletean.


Una tarde al salir del trabajo, Paterson se encuentra a una niña que escribe poemas en un cuaderno (su ‘libreta secreta’) y que, curiosamente, tiene una hermana gemela. Lee unos de los poemas que ha compuesto:


                                          Cae agua desde el aire resplandeciente,

                                          caen cascadas como cabellos
                                          sobre los hombros de una adolescente.

                                          Cae agua formando charcos en el asfalto,
                                          sucios espejos con nubes y edificios dentro,
                                          cae sobre el tejado de mi casa,
                                          cae sobre mi madre y mi cabello.

                                          La gente suele llamarla lluvia.


Un poema de una frescura y un vigor que sobrecoge. Paterson queda desconcertado. Cuesta creer que una chica tan joven haya escrito algo así.

Cuando se presenta la ocasión, Paterson se acerca al acantilado, se acomoda en un banco y observa el estrépito del agua al romperse. Era un lugar predilecto de WCW. El estruendo del agua, el puente,…y ese cuaderno donde se posan las palabras de sus  versos. Esa mirada que se vuelve hacia dentro, a ese espejo sin dimensiones que es el alma humana… El viaje interior de un Odiseo cotidiano que se abisma en el laberinto de la conciencia buscando una patria desconocida, y que la palabra tal vez puede descubrir.
Las pequeñas cosas, esos centros, lugares axiales en donde se entrecruzan los hilos del acontecer, allá donde la realidad se ofrece en sus variadas facetas: las espuma del agua al romperse, su clamor, la caja de cerillas, o aquella carretilla roja que WCW nos mostró en uno de sus poemas:

         TANTO depende
de una
         carretilla
roja
         reluciente de agua
de lluvia
         junto a los polluelos
blancos.

Qué extraños seres son las palabras. Se adentran en nosotros, atraviesan la piel, nos habitan. Se aposentan en el espacio intacto de las páginas… Tan duras, tan frágiles, como de cristal… Y ese perro vengativo y voraz, que las desmenuza, dispersándolas… Y Paterson, sin voz, regresa de nuevo a la cascada, al alboroto del agua para sumergirse en su voz tumultuosa, en su verbo informe…


La palabra poética se genera como un rumor, un murmullo, un batir de ramas que poco a poco se sedimenta. Lo aparentemente nimio se convierte en un foco cargado de energía viva, un eje que parece conciliar la variedad de lo existente. Un espejo, un prisma de múltiples facetas (Ver un mundo en un grano de arena, un cielo en una flor silvestre, tener el infinito en la palma de las manos y la eternidad en una hora). Y es que, en verdad, los ojos del poeta se orientan al misterio. Y el misterio es un vilano arrastrado por la brisa, una brizna de paja, la mano que se acerca a otra mano.

Más tarde aparece un virgilio japonés que habrá de devolverle a la entraña de la palabra. Le obsequia un cuaderno de páginas nuevas para atrapar en ellas el vuelo fugaz de esas aves caprichosas…

Es lunes otra vez. El tiempo se renueva. El reloj marca las 6:15. El desayuno, el revoloteo de las voces…


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                                                                       Publicado por Encarna Lorenzo

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