lunes, 17 de agosto de 2015

EL CEBO, UN CUENTO INFANTIL PARA ADULTOS

   Por Miguel Florián
Existen películas que dejan una impronta perdurable en el hondón de la memoria infantil. La infancia es un sustrato muy generoso en donde fácilmente prenden y se desarrollan las semillas primeras de la experiencia. Territorio habitado por mitos y leyendas, abierto siempre a lo inaudito. Yo podría, como cualquier otro, mencionar varias películas iniciales; de entre todas ellas entresaco ahora una: El cebo (Es geschah am hellichten Tag, ‘Ocurrió a plena luz del día’). No recuerdo con exactitud cuando la vi por vez primera. Seguramente en uno de aquellos cines de sesión continua a los que los niños madrileños íbamos las tardes de domingo para aliviar a nuestros padres. O, tal vez, en las proyecciones que a muy bajo precio se organizaban en La Casa de la Moneda, en la calle Doctor Esquerdo. También pude verla en aquellas salas de cine improvisadas donde se exhibían filmes esporádicamente y los espectadores debíamos ir acompañados de una silla. ¿Tal vez fuera una de las películas que nos proyectaban los domingos por la mañana en el colegio? Pero lo dudo, los curas solían preferir películas como Molokai, Fray Escoba, o El beso de Judas. La verdad, no lo sé con seguridad. Pero lo cierto es que El cebo me impresionó. Lo que allí se contaba cifraba en gran medida los oscuros temores que acechan a los niños asustadizos, aquellos niños que vivíamos atemorizados por ‘el hombre del saco’, o el ‘sacamantecas’. Y es que eso era lo que se contaba en la película: la historia de un asesino de niñas, de un ‘asesino en serie’ que nos gusta decir ahora. Mi madre me repetía (como les recomienda en el filme el policía a los escolares) lo que solían decir las madres entonces: ‘no hables con un desconocido’, ‘no aceptes caramelos ni ningún otro regalo de nadie que desconozcas’.



            Pasados los años, ya adulto, volví a verla en varias ocasiones, pero aquellos temores se habían difuminado: no sólo los temores, también aquella mirada abierta, la omnívora capacidad de sorpresa del niño que fui… Mi mirada se volvió otra, más lejana, más desengañada, más opaca, menos inocente. Los adultos no tienen porque dejar, a su manera, de ser niños, como Don Quijote, cuando embebido en lo que se narraba en el Retablo de Maese Pedro, no acertó a distinguir lo real de lo fingido. Pero a pesar de las celadas del tiempo, la película volvió a apoderarse de mí en otra forma.


            El cebo es una obra inusual dentro de nuestro cine. Es cierto que en su producción, además de dinero español, se aportó alemán y suizo. Y también los actores (no todos) eran extranjeros; el director, Vajda, era húngaro de origen aunque se había nacionalizado español. ¿Qué es lo que confiere ‘nacionalidad’ a una película? ¿El realizador? ¿Los actores? ¿La producción? ¿El estilo?

            El cine español del segundo tercio del siglo XX ha dejado obras estupendas, que ahora con la distancia que los años imponen podemos valorar con mayor justeza. Yo me eduqué en una época (el tardofranquismo) que minusvaloraba acriticamente cuanto se realizaba dentro de nuestras fronteras. Se menospreciaba la mayor parte de las veces, desconociéndolo. Ya lo dijo el poeta acerca de Castilla que “desprecia cuanto ignora”. Salvo felices excepciones toda producción patria era, a priori¸ denostada. Yo no fui más ecuánime que mis coetáneos. Carecíamos de la capacidad de mirar con objetividad; nos encontrábamos enmarañados en redes torpes, ideológicas, pasionales y acomplejadas.


            En mi caso, y creo que en el de otros muchos de mi generación, el cine español de la posguerra hasta los años 70 se ha ido lenta, aunque firmemente, situando en su lugar debido; ya desprovistos de las anteojeras ideológicas que nos deformaban la mirada. Y es que –y parece inevitable- no sabíamos mirar y, desorientados, lo hacíamos siempre hacia otra parte. El transcurso de los años nos ha despojado paulatinamente de esas lentes deformantes y ya, a la distancia oportuna, podemos alcanzar mayor objetividad. No nos espanta sentarnos frente a la pantalla y adentrarnos en las películas de Edgar Neville (La torre de los siete jorobados, La vida en un hilo…), de Mur Oti ( El batallón de las sombras, Cielo negro…), de Nieves Conde (Surcos, Los peces rojos…), de  Florián Rey (La aldea maldita…), de Carlos Arévalo (Rojo y negro…), de Julio Salvador (Apartado de correos 1001…), de Rafael Gil (Murió hace quince años), de Ignacio Iquino (Brigada criminal…) o de, para no alargar excesivamente la lista, Ladislao (Laszlo) Vajda, en quien deseo detenerme brevemente. Otros realizadores (Bardem, García Berlanga, Fernán Gómez, Luis Buñuel, Saura) no precisan vindicación alguna ya que por su calidad y orientación social fueron asumidos sin complejo alguno.

Regreso a Vajda. Recaló en España después de un periplo cinematográfico que iniciara en su país de origen, Hungría, y que le llevara a Alemania, Reino Unido, Italia, Estados Unidos... Encomiable fue su labor como guionista para realizadores como Ernst Lubitsch, Georg Wilhelm Pabst (en el maravilloso film La caja de Pandora, ‘Lulú’, que inmortalizara la seductora actriz estadounidense Louise Brooks, convirtiéndose en el icono por antonomasia de la mujer fatal).


            Ya en España, Vajda, rodará películas desiguales. Algunas de ellas magníficas, como Carne de horca, Marcelino, pan y vino (que había de alcanzar una gran popularidad internacional), Un ángel pasó por Brooklyn (con Peter Ustinov y Pablito Calvo como principales intérpretes), Mi tío Jacinto (que habría de completar la trilogía con Pablo Calvo acompañado ahora de un magnífico Antonio Vico) que tal vez sea su mejor filme; y, para acabar este exiguo repaso, El cebo (1958) basado en una obra del dramaturgo suizo Friedrich Dürrematt, que habría de colaborar asimismo en el guión.


            La película narra la investigación de un policía, el inspector Mattei (interpretado por Heinz Ruhman, con ese airecillo a lo Alan Ladd) acerca de los asesinatos de varias niñas ocurridos en bosques próximos a una carretera que conduce a Zurich. El bosque es un espacio simbólico de carácter universal. Se contrapone a la ciudad. En él lo civilizado desaparece para dar cabida al imperio de lo oscuro, lo arracional, lo inhumano. Es el bosque un lugar que debe evitarse pues allí acecha lo monstruoso, lo selvático, las brujas, los ogros, los animales terribles como el lobo que persigue a Caperucita. No es lugar adecuado para las niñas inocentes. Por eso las madres hacen mal en enviarlas a la casa de la abuelita que vive en el corazón del bosque. Eso es lo que le ocurre a la pequeña Greta que muere en un bosque degollada con una navaja de afeitar. Su cuerpo es hallado por un buhonero sobre el que habrán de recaer las sospechas. 


Solo Mattei cree en su inocencia, pero de nada sirve; ante el enorme peso de la culpa que sobre él se descarga por parte de los apacibles y biempensantes lugareños y la torpe policía, se ve abocado al suicidio. Es inevitable recordar aquí Furia, de Fritz Lang, director muy admirado por Vajda. De hecho El cebo guarda grandes similitudes con M, el vampiro de Düsseldorf. Y Gert Fröbe, el asesino, con Peter Lorre. Gert Fröbe (a quien recordamos como Goldfinger) da muy bien la talla de sádico psicótico obsesionado compulsivamente por las niñas. El psiquiatra al que recurre Mattei describe, sirviéndose del dibujo escolar de la pequeña Greta, muy oportunamente la psicopatología del asesino: es víctima de un odio inveterado a las mujeres provocado por la sujeción a su dominante esposa, de la que en el pasado fuera chófer. Se ve impelido a vengarse de ella, y de todo el género femenino, a través de las indefensas niñas. Como el flautista de Hamelin aparece ante ellas como un mago que las seduce. Se vale de un guiñol y de golosinas, de trufas de chocolate. Las atrae hacia él con regalos acabando por degollarlas. El rostro del asesino tarda en aparecer en la pantalla. La música (del italiano Bruno Canfora) nos anuncia su proximidad amenazante. Primero percibimos su sombra tenebrosa entrar en el salón donde su esposa hace calceta, seguidamente vemos sus manos agarrotarse sobre el respaldo de una silla, escuchamos su voz hueca y quejumbrosa, pero no su rostro. Éste aparecerá parcialmente reflejado en el espejo retrovisor del automóvil. El automóvil, enorme y negro, posee la fatalidad de un féretro. La estrategia a la que recurre Mattei para darle captura no deja de parecernos paradójica y altamente reprobable: ponerle un cebo. Pero ese cebo será una niña rubia de ocho años que responde a la tipología de las asesinadas.


            La película, con una magnífica fotografía en blanco y negro de Enrique Guerner (que colaboró en muchos otros filmes con Vajda y numerosos directores europeos como Abel Gance) nos arrastra con un ritmo acompasado, mostrándonos las sombrías simas del alma humana enferma, contrastándola con la luminosidad infantil. Esa bipolaridad sostiene al espectador en un campo gravitacional que hace de ella una película imprescindible. De esas en las que la escondida infancia alarga aún su mano para posarse en nuestra mano adulta.


                                   Miguel Florián, EL IMPOSTOR, nº 5. Sevilla, 2008

1 comentario:

  1. Extraordinario comentario. Sospecho que, al igual que "Trenes rigurosamente vigilados" es el sustrato cinéfilo sobre el cual Lars Von Trier construyó su "Europa", a esta película le corresponde haberle inspirado al danés su película inmediatamente anterior, "El elemento del crimen". Efectivamente, las concomitancias con "M" de Lang son innegables, aunque en algún momento me ha recordado también a esa maravilla de Charles Laughton, "La noche del cazador". Y, realmente, la película "Cielo negro" que menciona en el escrito es de las más espeluznantes que he visto en mi vida. Hay mucho cine clásico español que reivindicar.

    ResponderEliminar