No queremos conquistar el universo, sino
extender nuestro mundo. Deseamos un espejo. El hombre solo busca otro hombre.
Andrei
Tarkovski, Solaris
Recuerda solo que ella es un espejo, y
que refleja una parte de tu mente.
Stanislav
Lem, Solaris
“Para
mí no hay duda de que el objetivo de cualquier arte que no quiera ser
'consumido' como una mercancía consiste en explicar por sí mismo y a su entorno
el sentido de la vida y de la existencia humana”, escribe Andrei Tarkovski en El
arte como ansia de lo individual[1].
Y, ciertamente, se mantuvo siempre fiel a esta convicción desde que en 1962 rodara
su primer largometraje, La infancia de Iván. Su concepción de lo que
debe ser el arte en general, y el cine en particular, fue exigente y contrasta
con la parquedad de medios de que se sirvió. No es de extrañar que en Solaris
(1972) aparezca el busto de
Sócrates en repetidas ocasiones, tanto en su casa terrestre como en la
biblioteca de la estación planetaria. El ideal socrático era la introspección, la necesidad de indagar en lo
recóndito humano. “Conócete a ti mismo” rezaba el lema délfico que hizo suyo el
pensador ateniense. De igual manera, el cine de Tarkovski brota del afán por
desentrañar el misterio humano, por comprender ese microcosmos que se alberga
en el seno de cada uno y que refleja el macrocosmos que nos envuelve.
La
mirada del realizador ruso aboca a la desvelación. La cámara se convierte en un
ojo hipertrofiado que se demora en los seres mostrándonos que, al cabo, todo se
halla poseído de una vida interior que aflora si sabemos, si queremos mirar.
Ninguna obra tarkovskiana deja indiferente al espectador atento: su delicado
lirismo, ternura, belleza… cualidades que logran acompasarse al tiempo cerrado
del misterio. Nos invita a emprender un viaje, a recorrer un camino que se abre
a la revelación de lo existente. El cine de Tarkovski debe entenderse como un permanente
peregrinar. Solaris es buena prueba de ello, y también Andrei Rublev,
Sacrificio pero, sobre todo, Stalker.
Solaris
nos relata un viaje espacial que acabaremos sospechando que jamás se ha
realizado más allá de la conciencia del personaje. No se nos muestra el
exterior de la nave, sólo el rostro del viajero y, a lo más, algo del espacio
estelar. ¿Estamos ante una película de ciencia ficción? Es cierto que el guión
redactado por el propio director y por Alexander Misjarin se basa en la homónima
novela de Stanislav Lem. Ya de por si el universo del escritor polaco es suficientemente
hondo, rico y sugerente. Reducir Solaris a una película de género (lo
mismo podría decirse de otras como 2001,
una odisea del espacio) es limitarla en exceso. Así se explica que Lem se
sintiera molesto con el resultado final de la versión cinematográfica, y que
acabara por calificarla de “mística”. No me parece que fuera ecuánime al emitir
dicho juicio pues que, en gran medida, ese supuesto misticismo se
encontraba ya in nuce en su novela;
y, por otra parte, la película le es esencialmente fiel, logrando en ocasiones
intensificar pasajes como la fascinante
historia amorosa entre Kelvin y Hari, así como la aparente compasión del
planeta hacia los desvalidos humanos. Si Tarkovski renuncia a mostrarnos planos
exteriores del mundo interestelar surcado por naves o satélites, y al
despliegue tecnológico tan habitual en películas de ciencia ficción, se debe a
que pretende mostrarnos otro ámbito, el del universo humano; y para ello se
sirve de planos medios, de primeros planos que nos acercan al alma que se
esconde tras los rostros (Dreyer, cuyo cine es una referencia capital aquí, escribió:
“No hay nada en el mundo que se pueda comparar con un rostro humano. Es un
territorio que uno no se cansa nunca de explorar, un paisaje con su propia
belleza, sea dura o suave”[2]).
En otro orden de cosas tampoco hemos de olvidar que, a punto de iniciar el
rodaje, el presupuesto fue tajantemente reducido al cincuenta por ciento, lo
que obligó a una notable economía de medios
.
Ya
desde el inicio, una vez que en la pantalla han aparecido los títulos, mientras
escuchamos los compases del Preludio
coral en fa menor de Juan Sebastián Bach, la cámara nos muestra la figura absorta
y melancólica de Kelvin recorriendo parsimoniosamente con su mirada la laguna
cercana a la casa en donde vive. Sus ojos -los de la cámara- se demoran en las algas movidas espaciosamente por el
agua, en los troncos musgosos de los árboles, en los juncales… La presencia del
agua inaugura el film y habrá de concluirlo. El agua está dotada de esa
capacidad simbólica que nos remite al nacimiento y a la muerte, la generación y
la destrucción. Los ojos de Kelvin parecen abrirse hacia afuera aunque en
verdad miran, ensimismados, hacia un territorio común donde el afuera es
adentro también. Es un afuera indiscernible sumergido en el hondón de cada individuo,
en una sima que se extravía en la conciencia. Kelvin va a emprender el viaje al
día siguiente. Cuando llegue a Solaris va a sufrir una honda metamorfosis.
¡Qué extraño ser
es Solaris, que logra penetrar en el seno del alma humana, y descifrar soterrados
deseos, y obsequiarnos con la renovación de lo perdido! ¿Estamos ante un ser
dotado de razón? ¿Es, quizás, alguien misericordioso que se apiada de quienes
sufren procurando su consuelo? Así,
mientras Kelvin duerme, el océano del planeta se abisma en su interior, y desde
el recuerdo de Hari, su esposa muerta, se le devuelve hecha carne, como un
regalo imposible, que habrá de encontrarla en su lecho al despertar. ¿Es, acaso,
el océano un ser maléfico que, como Circe, mantiene a los incómodos terrestres
embrujados en esa suerte de isla ensoñada? “¿Hemos sido engañados?”, le preguntará la
nueva Hari a Kelvin. Sabremos después que la auténtica se suicidó al descubrir
que había perdido el amor de su esposo. La Hari ‘resucitada’ mostrará la cicatriz
de la inyección letal para confirmar su entidad. Cuando Kelvin la descubre por
vez primera junto a él en el lecho se siente espantado. No es para menos. No
puede admitir tal violación de las leyes naturales, él que está dotado de una
mente empírica. Y es que el planeta posee la capacidad de obrar lo milagroso,
de levantar de su lecho a quienes han muerto. ¿Es real cuanto está ocurriendo?
¿Es todo una alucinación? ¿Cómo demarcar la frontera que separa la vigilia del
sueño? En un momento dado Kelvin lee un pasaje de Don Quijote en que Sancho, sabiamente (desde su sabia ignorancia),
reflexiona acerca de la indistinción entre el mundo onírico y el de la vigilia.
¿Es que no está
Hari junto a él, como un ser indefenso, amándole? Puede aproximarse a ella,
besarla, abrazarla… El estupor inicial abandonará, paulatinamente, a Kelvin y,
a pesar de las sucesivas muertes y resurrecciones de la ‘visitante’, acabará
por enamorarse de ella. De ella, no ya de
la esposa muerta (“Ella se ha adentrado en mi alma”). La rediviva Hari se va
humanizando paulatinamente: “Me estoy convirtiendo en una persona”; “Soy un ser
humano”.
En la
literatura de ciencia ficción ya nos habíamos encontrado con historias de
replicantes. Esta es una de las múltiples ventajas del género: hacer posible, merced
a los avances científicos, lo que antes parecía inconcebible. Los robots,
replicantes, androides son remedo del sueño cabalístico de los golems, de la pretensión por apoderarse de
la capacidad demiúrgica de los dioses. En la literatura nos encontramos con
este afán por fabricar seres vivos: desde Pigmalión, hasta los replicantes de Philip K. Dick, pasando por los autómatas de
E.T.A. Hofmann, o el monstruo del doctor Frankenstein. Autores contemporáneos
como Ray Bradbury[3]
imaginaron seres con la capacidad de adoptar la apariencia de los seres amados
que se perdieron. Hemos de recordar, para ser justos con el gran escritor
estadounidense, que Crónicas marcianas
se publicó en 1951, once años antes de que apareciera la obra de Lem. Acaso todos estemos soñando, quizás nuestra entidad
sea solo resultado de una elaboración psíquica susceptible de explicarse biosiquicamente.
Al cabo qué más da… Lo que diga al respecto la ciencia poco habrá de variar
nuestras emociones. Snaut, uno de los técnicos de la base espacial, llega a
afirmar que la ciencia, su antigua ciencia, es necedad. Kelvin le dice a Hari:
“Te amo más que a todas las verdades de la ciencia”, y se pone de hinojos ante
ella, venerándola (como repetirá después al reencontrarse con su padre).
La
película de Tarkovski es una obra total en donde la imagen, el guión y la
música (de Bach, de Artemiev) se armonizan hasta formar un todo indisoluble. Da
que sentir, da que pensar, da que imaginar… Su poética visual y sonora alcanza
su cima en la bellísima escena de la levitación de Hari y Kelvin en la
biblioteca de la base espacial, flotando lentamente entre los objetos de la
habitación (las pinturas de Brueghel, la Venus de Milo, Don Quijote de la
Mancha…). El cine no es poesía ni es filosofía, pero poetiza y piensa. Prueba
de ello es la obra de que ahora tratamos. Su recurso a la música clásica (y no
clásica), a intercalar textos líricos (en ocasiones de su padre, Arseni
Tarkovski), imágenes donde la memoria persiste hasta fundirse con la
experiencia del presente… hacen del realizador ruso un artífice que configura
un cosmos, un todo armónico y
autosuficiente. El cine es un arte laberintico que nos conduce, o nos extravía,
al desvelamiento -la alethéia- de
cada uno.
¿Puede
un ser artificial, un androide, un vástago del sueño o de la imaginación
científica, sentir, saberse persona, ser consciente? ¿Posee alma? Es esta una
cuestión compleja, pero fascinante. En 2001,
una odisea del espacio, asistimos a la agonía del ordenador Hal; en Blade Runner presenciamos la imponente
escena que anuncia la muerte de Roy (tan magníficamente interpretado por Rutger
Hauer) sabedor de su individualidad irrepetible, de su exclusividad como ser
consciente que ha experimentado algo que nadie sino él puede haber vivido.
Estamos frente a un problema moral. ¿En qué consiste ser humano? ¿En ser
consciente de si, como afirmara Descartes? ¿Podemos reconocer la autoconciencia
en seres ‘inferiores’ como las plantas o los animales? ¿Hemos de sentir más
piedad al destruir un ser vivo que a ciertas máquinas?
Hari
acaba por inmolarse. Lo hace al reconocer que su existencia no es congruente
con la de los demás (“No sé de donde salí, no soy Hari”). Se reconoce sin
pasado, un mero fantasma, una lamia que ha emergido de la memoria de Kelvin. Su
enorme amor hacia él, la lleva a facilitarle la salida del sueño en que se
halla inmerso. Hari (Solaris, al cabo), pienso yo, se equivoca. Su generosa
piedad o tal vez su orgullo la conduce a su autodestrucción. ¿Qué es lo real o lo
ficticio? Ella sabe que Kelvin se ha adentrado también en su sueño y la ama. No
ama a su mujer muerta. La ama a ella, que es sueño y es realidad. Como él.
Miguel Florián. El impostor, nº 12. 2010
Interesante comentario. "Solaris" está en mi lista de películas (y libros) pendientes, pero sí conozco "El congreso de futurología" de Stanislas Lem, y la frase "Recuerda solo que ella es un espejo, y que refleja una parte de tu mente" es aplicable a las drogas y productos químicos que señorean, para Lem, el mundo del mañana (que ya casi es hoy). Por cierto, esta novela tiene una curiosa adaptación reciente al cine: "El congreso" de Ari Folman. Muy recomendable.
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