ORDET (Dos horas en la caverna de Platón) Miguel
Florián
Pero
el más grande de todos fue quien esperó lo imposible.
SÖREN
KIERKEGAARD, Temor y temblor
El espectador se
acomoda en la butaca, poco después las imágenes comienzan a proyectarse sobre
la pantalla. Se suceden unas a otras como el lento fluir de un río, lo mismo
que la corriente de un agua que refleja la acción de seres similares a nosotros:
“¡Qué extraña escena describes -dice Glaucón a Sócrates- y qué extraños
prisioneros! Iguales que nosotros”, contestó. El espectador es, al menos al inicio,
un voyeur, un mero mirón (¿no somos
todos, al cabo, mirones?). Se reconoce todavía algo aparte de lo que se narra, se
siente otro al que no le concierne personalmente lo que frente a él se proyecta.
El cine se asienta en
la mirada; los ojos se abandonan a la lente omnívora de la cámara hasta quedar
aprisionados, poseídos, suspensos en esa atmósfera vicaria de la realidad que
la película va tramando como si se devanara la madeja de Ariadna para transportarnos
hasta la entraña de algún laberinto, al corazón de las tinieblas.
La cámara se mueve muy
lentamente, tanto que a veces parece estar inmóvil. Dreyer se sirve de planos
largos, planos-secuencia que a él le gustaba llamar “planos fluyentes”[i]
y que en ocasiones se aproximan a los siete minutos. Ordet posee una duración total cercana a las dos horas, y consta
únicamente 114 planos, siendo 55 de una gran extensión temporal. Hemos de tener
presente que una película usual suele superar los 1500 planos. ¿Por qué esa
parsimonia, esa dilación? Cuando a Dreyer se le reprochaba la lentitud de sus
películas (y eso le ocurrió en más de una ocasión) solía responder que ello era
preciso para que el alma (de los hombres y de las cosas) se mostrara. Esta es
una de las enseñanzas (tal vez la más notable) del cine dreyeriano: enseñarnos
a mirar no sólo lo aparente sino aquello que subyace y que únicamente es
susceptible de desvelarse mediante los planos quietos en los que las figuras parecen
petrificarse. Cada imagen es símbolo, es fracción de algo que la trasciende y
completa.
Le obsesionaba la
desnudez de los espacios, su ominoso silencio. El cine de Dreyer busca acercarnos
al secreto de lo real, abrirnos al deslumbramiento, aproximarnos a la
desvelación (alethéia) de cuanto nos
rodea. Desde la orografía exterior de los seres[ii],
la lente nos precipita al hondón velado de las cosas hasta lograr hacer posible
descubrir su secreto. Y cuanto pareciera cotidiano, usual, se va iluminando con
el fulgor del misterio. La cámara se demora en las cosas, reposa en su
superficie para que estas alcancen a hablarnos y así poder reconocernos en
ellas, sabernos ser entre otros seres. Los diálogos son escasos y breves. Entre
las palabras se instala el silencio que las prolongan para que digan más de lo
que dicen. “Lo importante, para mí –leemos en la entrevista Entre el cielo y la tierra[iii]-
no sólo es captar las palabras que se dicen, sino también los pensamientos que
están detrás de las palabras. Lo que busco en mis películas, lo que quiero obtener,
es penetrar hasta los pensamientos más profundos de mis actores, a través de
sus expresiones más sutiles”.
Aparece Johannes por
la derecha de la pantalla. Se cubre con un abrigo oscuro y pesado, su mano
sujeta una caña; sus pasos, su cabeza ligeramente inclinada, su cara
ensombrecida, nos muestran que es un hombre trastornado: ha perdido la razón. Habita
un tiempo cercado, separado por una barrera brumosa e incierta del tiempo de
quienes le rodean. La cámara le sigue hasta que desaparece por la izquierda.
Más adelante, pasada la mitad de la película, cuando Inger se encuentra próxima a la muerte, la pequeña Maren se le aproxima desde el fondo del salón, conversan sobre la conveniencia de tener una madre en el cielo. Johannes, ensombrecido, se reconoce impotente para evitar la muerte debido a la falta de fe de los demás. Mientras se produce el diálogo entre tío y sobrina, la cámara realiza un travelling circular en un tiempo de aproximadamente tres minutos; cuando la lente se sitúa frente a los actores, el tío gira lentamente la cabeza hacia la izquierda para que sus rostros no queden ocultos al espectador.
Más adelante, pasada la mitad de la película, cuando Inger se encuentra próxima a la muerte, la pequeña Maren se le aproxima desde el fondo del salón, conversan sobre la conveniencia de tener una madre en el cielo. Johannes, ensombrecido, se reconoce impotente para evitar la muerte debido a la falta de fe de los demás. Mientras se produce el diálogo entre tío y sobrina, la cámara realiza un travelling circular en un tiempo de aproximadamente tres minutos; cuando la lente se sitúa frente a los actores, el tío gira lentamente la cabeza hacia la izquierda para que sus rostros no queden ocultos al espectador.
Dreyer se esforzaba en
sus filmes para que nada distrajera la atención del espectador, y por ello sólo
consentía lo estrictamente imprescindible en el decorado; aquello que
colaboraba a realizar su propósito. La austeridad pretendida la hallamos de continuo,
como en la casa de Peter, sobre todo en la cocina, en el cuarto donde Inger
acabará muriendo, o en la sala donde se vela su cadáver. En la pared, frente al
ataúd observamos un reloj de péndulo detenido (símbolo de la muerte y que
Anders volverá a poner en marcha cuando se produzca la resurrección). En el
amplio salón de la granja hay pocos aunque robustos muebles; no es anecdótico
que esté presidido por un retrato del renovador religioso Nicolai F. S.
Grundtvig[iv].
A Dreyer le importaba mucho la luminosidad, el juego de blancos y grises de las
estancias. Esa atmósfera de los espacios se debe, en gran medida, a la
influencia de la obra de pintores muy admirados por él, como Pieter de Hooch[v],
Carel Fabritius[vi],
Vermeer, James Whistler o Rembrant. Pero
la mayor influencia la recibió, sin
lugar a dudas, de la pintura del danés Vilhelm Hammershöi (1864-1916).
En una entrevista reconoció que durante el rodaje de Gertrud estuvo acompañado por un libro de láminas de Hammershöi; de la obra de éste toma la desnudez de los espacios, la intimidad de las habitaciones, vacías o habitadas por mujeres tan tenues que suelen –para no nacer ruido…- verse de espalda, mujeres tan leves que no parecen siquiera existir. La luz es sólida, de cristal, como una piedra transparente que lo invade todo.
Hammershoi, 1901 |
En una entrevista reconoció que durante el rodaje de Gertrud estuvo acompañado por un libro de láminas de Hammershöi; de la obra de éste toma la desnudez de los espacios, la intimidad de las habitaciones, vacías o habitadas por mujeres tan tenues que suelen –para no nacer ruido…- verse de espalda, mujeres tan leves que no parecen siquiera existir. La luz es sólida, de cristal, como una piedra transparente que lo invade todo.
Ordet (La Palabra )
se rodó en 1954 y fue estrenada el 10 de enero de 1955. Ese mismo año recibiría
la Palma de Oro
en Cannes. Antes, en 1943, el realizador sueco Gustav Molander había llevado a
la pantalla la obra dramática de Kaj Munk. Desconozco la película de Molander (a
quien recordamos por Intermezzo, 1936,
interpretada por Ingrid Bergman, actriz a la que descubrió para el cine dos
años atrás). Sea como fuere, la versión del director sueco ha quedado apagada
por la posterior de Dreyer. Con todo, parece ser que es más fiel al texto teatral
en que se basa y menos ‘idealista’ que la del danés. Ambas películas parten de
una obra dramática de Kaj Munk, Ordet,
estrenada en Copenhague en 1932, con el subtítulo “Una leyenda de hoy en día”.
Munk (cuyo verdadero nombre era el de Kaj Arad Leininger Peterson) cursó estudios de
teología llegando a ejercer como pastor en Jutlandia. Es para muchos la
personalidad literaria danesa más relevante en los años de entreguerras.
Durante la ocupación alemana fue portavoz de la resistencia (tanto desde sus
obras literarias como desde el púlpito). Detenido por la Gestapo fue asesinado el 4
de enero de 1944. Ordet es, sin duda
alguna, la obra que mayor fama le concedió a su autor. El guión cinematográfico
que sobre ella elaboró Dreyer se distancia escasamente del original. Es cierto
que simplifica, llegando a reducir los diálogos casi a un tercio y suprimiendo
algún que otro pasaje.
La pasión de Juana de Arco |
Dreyer estuvo movido por inquietudes
religiosas que plasmó en varias de sus películas como La pasión de Juana de Arco, Páginas
del libro de Satán o Dies Irae. Los
últimos años de su vida los vivió ocupado en rodar su film más ambicioso, El fin de un sueño, en torno a la vida
de Jesús de Nazaret. No fue Dreyer un creyente practicante sino más bien
alguien que precisaba creer. Poseía, como tantos espíritus delicados, un
notorio sentido de lo trascendente. No es de extrañar que el director de cine,
guionista y crítico estadounidense, Paul Schrader[vii] le
incluya, junto con Ozu y Bresson, como representante señero de lo que se ha
dado en llamar estilo trascendental
en el cine. Dreyer experimentaba la realidad cotidiana, lo aparentemente nimio,
transido de otra luz recogida, íntima, más reveladora[viii]. Dice,
refiriéndose a Dies irae: “Algunos
hubieran querido un desarrollo más violento de la acción. Pero miren a su
alrededor, observen a las personas que conocen, y verán cómo las grandes
tragedias se desencadenan siempre de un modo poco dramático, diría incluso
prosaico, que tal vez es el aspecto más trágico de la tragedia”; y continúa
algo más adelante: “El realismo en sí y por sí no es arte; sólo lo puede ser el
realismo psicológico. Lo que vale es la verdad artística, es decir, la verdad
tal y como la encontramos en la misma vida, pero liberada de todo elemento
innecesario, la verdad filtrada de la mente de un artista. Lo que sucede en la
pantalla no es ciertamente realidad, ni debe serlo. Si lo fuese no sería arte.”[ix]
Probablemente lo que más nos fascina
–y escandaliza- de Ordet es la manera
como lo inusual, lo inaudito, lo radicalmente otro, se introduce en el ámbito
de lo cotidiano. Me refiero al milagro. Hume[x] afirma
que “un milagro es la violación de las leyes de la naturaleza”. Baruch Spinoza[xi]
considera que los milagros nacen de la ignorancia de las causas verdaderas:
“Suprimida la ignorancia, se suprime el estupor”. El acontecimiento excepcional
que es el milagro transgrede los principios inalterables del universo, por lo
cual es inconcebible para la razón. En la película de que hablamos el
espectador acaba por asumir la resurrección como algo que debía ocurrir sin
más. No hemos de olvidar que estamos situados en el ámbito de la verdad
artística y no física. Fuera del ámbito de la ficción cinematográfica el
milagro hemos de tomarlo en su sentido metafórico y simbólico. Y es que Ordet es, antes que nada, un canto a la
vida[xii], el
testimonio de que el único milagro, el más enorme, es el hecho de vivir.
Para Johannes –un loco en Cristo, como el personaje central de Emmanuel Quint de Gerard Hauptmann- y para Maren (la niña), que habitan la inocencia de la locura y de la infancia, lo que para los demás se presenta como escandaloso no lo es en forma alguna para ellos. Lo experimentan como coherente, normal, necesario. No reconocen la excepción, la ruptura de las reglas físicas. Para ellos la resurrección de Inger ocurre porque debe ocurrir, porque está bien que ocurra[xiii]. El propio Dreyer en el guión de la película que proyectaba realizar sobre la vida de Jesús de Nazaret escribe lo siguiente acerca de la supuesta resurrección de la hija de Jairo: “(Jesús) pretende reavivar el espíritu de la niña inerte influyendo en su todavía accesible subconsciente. Durante un rato, el silencio se apodera de la estancia. Tan pronto como Jesús cree que tiene el subconsciente de la niña bajo su control, pone a prueba su excepcionalidad y misterioso poder de sugestión. Se aproxima a la cama, toma su cuerpo, que aún está fría, y se dirige a ella diciéndole: Muchacha, yo te lo digo: ¡Levántate!”.
Para Johannes –un loco en Cristo, como el personaje central de Emmanuel Quint de Gerard Hauptmann- y para Maren (la niña), que habitan la inocencia de la locura y de la infancia, lo que para los demás se presenta como escandaloso no lo es en forma alguna para ellos. Lo experimentan como coherente, normal, necesario. No reconocen la excepción, la ruptura de las reglas físicas. Para ellos la resurrección de Inger ocurre porque debe ocurrir, porque está bien que ocurra[xiii]. El propio Dreyer en el guión de la película que proyectaba realizar sobre la vida de Jesús de Nazaret escribe lo siguiente acerca de la supuesta resurrección de la hija de Jairo: “(Jesús) pretende reavivar el espíritu de la niña inerte influyendo en su todavía accesible subconsciente. Durante un rato, el silencio se apodera de la estancia. Tan pronto como Jesús cree que tiene el subconsciente de la niña bajo su control, pone a prueba su excepcionalidad y misterioso poder de sugestión. Se aproxima a la cama, toma su cuerpo, que aún está fría, y se dirige a ella diciéndole: Muchacha, yo te lo digo: ¡Levántate!”.
Johannes ha perdido la cordura por
leer demasiado (igual que le ocurrió a Don Quijote). Los escritos de Kierkegaard,
dice su hermano Mikel, le han trastornado. En la obra teatral de Munk se nos ofrece
más información, además de la lectura de Kierkegaard se menciona la influencia del
dramaturgo noruego Björnstjerne Björson[xiv]. De
hecho la primera aparición de la locura en Johannes se produjo así: salía
ensimismado junto a Agathe, su prometida, de ver la representación de Más allá de nuestras fuerzas del
escritor escandinavo sin darse cuenta que un coche se abalanzaba sobre él. Agathe
acude a apartarlo pero es ella la que será atropellada. “Poco después, una
noche –le cuenta Mikel al pastor- cuando Agathe todavía estaba de cuerpo
presente, sus padres despertaron al oír unos gritos. Allí encontraron a
Johannes, tirando de ella y ordenándole en nombre de Jesús que se levantara”.
Johannes
se cree Jesús y acusa a quienes lo rodean de carecer de fe en él, en el Jesús
vivo, porque son idólatras que veneran al Jesús histórico. Munk se deja llevar
por el pensamiento de Kierkegaard que reprochó a sus coetáneos no creer en el
Jesús vivo sino en el muerto: “Si no puedes tolerar la contemporaneidad,
tolerar esta visión en la realidad, el salir a la calle, y ver que es Dios con
ese horrible acompañamiento, y que ésta es tu misma situación si cayendo de
rodillas no lo adoras: es que no eres cristiano”[xv]. Para el
pensador danés rendían culto a un ídolo. ¿Quiénes de ellos seguirían la llamada
del galileo como lo hicieron aquellos hombres sencillos, los apóstoles, que le
acompañaron en su existencia histórica? Kierkegaard reivindica un cristianismo siempre actual; el
verdadero cristiano debe sentirse ‘contemporáneo’ de Jesús. La fe ha de
trascender lo ordinario y hacer viable el acceso a lo radicalmente otro, a lo
sagrado, a aquello que a los ojos de la razón se presenta obstinadamente como absurdo.
El milagro no es lo excepcional, sino la búsqueda de la repetición[xvi].
Kierkeggard buscó una segunda oportunidad que le devolviera a Regina Olsen.
El problema de la fe aparece desde el
inicio del film. Marten Borgen se lamenta ante su nuera de que su falta de fe es
la causa tanto del descreimiento de Mikkel (el hijo mayor y esposo de Inger)
como de la locura de Johannes. Si Dios no atendió sus plegarias se debe a que
careció de la suficiente fe. No hay vuelta de hoja. Como un Job abatido cree
que Dios ha castigado su pusilanimidad. El cristianismo que se vive en la
granja es grundtvigiano. Para Grundtvig se hace necesario tornar a las raíces
cristianas, a un cristianismo alegre y vitalista. Quien mejor representa este
ideal es Inger, ella nos recuerda a la esposa de Admeto, la bella y piadosa Alcestis,
modelo de amor conyugal. Frente a esta visión esperanzadora se opone la que
representa Peter el sastre seguidor de la Misión Interior. Sus correligionarios,
más próximos a la adustez kierkegaardiana, son rigoristas, tenebrosos, propenden
a tomar al pie de la letra las sagradas escrituras. La intransigencia –en sus
variadas formas- es otro de los temas que denunció Dreyer en sus películas (Paginas del libro de Satán, Dies Irae, La
pasión de Juana de Arco…). El fanatismo en cualquiera de sus máscaras (religión,
política, ciencia…) es siempre una manifestación del mal. La oposición entre
ambos, Peter y Borgen, parece irreconciliable. Le dice Borgen a Peter:
“Vosotros creéis que el cristianismo consiste en amargarse y flagelarse. Yo
creo que el cristianismo es plenitud de vida”. Sólo la muerte de Inger habrá de
aproximarles. Inger representa mejor que nadie la fe viva, la fe es inseparable
de la acción cotidiana. Dios, al cabo, nos dijo Teresa de Jesús, anda entre los
pucheros. Por eso es que Inger afirma que su marido, Mikkel, posee lo más
importante para un ser humano, la bondad.
Nos
acercamos al final de la película: el cuerpo de Inger yace sobre el ataúd. La
luz blanca[xvii],
purísima, que entra por los dos ventanales baña toda la sala. Enfrente el reloj
está parado. En un momento dado, Mikkel que se ha esforzado por contener las
lágrimas (notamos como su barbilla comienza a temblar) no puede más y se
derrumba, y rompe en llanto. Su padre intenta consolarle recordándole que el
alma de su esposa “está con Dios”. Y en un nuevo acceso de llanto, Mikkel
responde: “Pero su cuerpo, yo también amaba su cuerpo”.
Johannes, que había desaparecido, se
presenta en la sala. Su atuendo (ya no lleva el pesado abrigo), su rostro
iluminado, nos da a entender que se ha transformado, que ha recuperado la
cordura. Se lamenta de que Inger esté muerta, y culpa de ello a la falta de fe
de quienes creen amarla. El espectador lo prevé (lo teme y lo desea al mismo
tiempo) sabe que el milagro habrá de suceder. Sabe que Johannes, como hizo Jesús
con Lázaro, devolverá a Inger (¿está verdaderamente muerta o sumida en un sueño
cataléptico?) al mundo de los vivos. Apresado en la malla que va trazando el
film, el espectador acaba por comprender la inexorabilidad del milagro. Maren, la sobrina, toma la mano de su tío, y
le dice: “Pero date prisa, tío”. Johannes duda un instante, pero la fe de la
niña le colma de fuerzas. Y, encomendándose a Jesús, enuncia la Palabra : “Dame la Palabra … La Palabra que devuelve la
vida al que está muerto”. Y el milagro[xviii] se
produce. El rostro de Inger se agita levemente. Los párpados, pesadamente, se
abren. La vida ha vencido a la muerte. Había de ser así. Inger representa la
vida (como Isis, como Cibeles). Nada más despertar, asombrada, pregunta por el
niño. El niño está con Dios, le responde Mikkel. La savia de la vida colma su
cuerpo. Se siente confusa, desorientada, emergiendo de un sueño muy profundo. Aproxima
su boca a la cara de su esposo. Le besa con avidez, le devora. Es el hambre de
vida que la habita. Y la imagen se funde mientras suena, casi imperceptible, la
música.
¿Qué nos muestra, qué nos
enseña –si es que algo nos enseña- Ordet?
Nos levantamos de nuestra butaca, salimos torpemente del lóbrego antro donde
hemos asistido a este juego de voces y claroscuros. Nos molesta comentar con
quien nos acompaña la impresión que la película nos ha provocado. Desconocemos
si nos ha agradado o no. Buscamos ordenar nuestros pensamientos. Somos
arrastrados afuera de la sala abruptamente. ¿Qué nos ha dicho el film? ¿Estamos
tal cual nos encontrábamos antes o algo ha variado en nosotros? Si así fuera:
¿qué ha cambiado? Estas preguntas acerca de la obra de Carl T. Dreyer las
podíamos ampliar a cualquier otro film o al arte en general. ¿Es que pensamos a
través del film? ¿Qué es pensar? ¿Hay formas diferentes de pensar? ¿Se piensa
intuitiva, discursiva, simbólicamente? ¿Un ser que piensa es acaso como
afirmara Descartes: “algo que duda, entiende, concibe, afirma, niega, quiere,
no quiere y, también, imagina y siente”?[xix].
¿Sirviéndonos de la categoría de concepto-imagen
de Julio Cabrera[xx],
encontramos en Ordet un “impacto
emocional”? ¿nos dice algo “acerca del mundo”?. Cuenta Rafael Sánchez Ferlosio[xxi]
que, paseando en cierta ocasión con su hija de cinco años, le preguntó si sabía
cómo se pensaba. La niña se detuvo mirando al padre, arrugó la frente y le dijo
que se pensaba haciendo ‘mmmm…’ con la boca: ”Pensar es inervar los órganos de
la palabra, es disponer la boca para hablar - sin que afecte que luego se
desista, y se opte por callar-, pensar es exactamente hacer 'mmm...”.
¿Nos mueve
Ordet a hacer con la boca: ‘mmm….’?
[i] No quiero dejar de recordar aquí el maravilloso plano-secuencia
con que arranca Sed de mal (Touch of
evil, 1958) de Orson Welles. Y la película de Aleksandr Sokurov, El arca rusa (2002), rodada en una sola
toma.
[ii] No hay
nada en el mundo que se pueda comparar con un rostro humano. Es un territorio
que uno no se cansa nunca de explorar, un paisaje con su propia belleza, sea
dura o suave. DREYER, Carl Th. Sobre el cine
(‘Imaginación y color’)
[iii] Entre el cielo y la tierra,
entrevista a Dreyer en ‘Cahiers du cinéma nº 170, septiembre de 1965.
[iv] N. F. Grundtvig (1783-1872). Escritor, político, pastor luterano
y considerado el padre del moderno nacionalismo danés.
[v] Pintor holandés (Rotterdam ,
1629- Amsterdam ,
1684)
[vi] Pintor holandés (Midden-Beemster,
1622-Delf, 1654)
[vii] Nació en Michigam (1946). Director, guionista y crítico
cinematográfico. Ha sido guionista de películas como Taxi driver o La última
tentación de Cristo.
[viii] Refiriéndose a Ordet
escribe Georges Sadoul: “Su búsqueda de lo abstracto desemboca en la realidad
concreta. Su simbolismo es, sobre todo, una imagen del alma y de la condición
humana”. Diccionario de cine, Madrid,
1977.
[ix] Algunos apuntes sobre el estilo cinematográfico.
[x] Investigación sobre el conocimiento humano,
[xi] Ética, I, apéndice.
[xii] Me viene a la memoria Sinfonía
de la vida un film rodado en 1940 por Sam Wood basado en la obra teatral de Thornton Wilder
(1897-1975) Nuestra ciudad. Aún
cuando no se presente propiamente como un milagro sino como resultado de la
estrategia narrativa, se produce formalmente una resurrección: Una mujer
embarazada muere en el parto (después comprobamos que no es así); ella imagina
su muerte, conversa con otros muertos y, finalmente, regresa a la vida.
[xiii] “Los milagros nunca me han parecido
absurdos; lo absurdo es lo que los precede y los sigue”. Julio Cortázar, Rayuela, 28.
[xiv] Björnstjerne Björson (1832-1910). Poeta, dramaturgo y narrador
noruego. En 1903 recibió el Premio Nobel de literatura. En Más allá de nuestras fuerzas podemos leer: “¿Es que existe una
fuerza tan poderosa que cuando se levanta es capaz de hacer salir el mundo de
sus goznes? ¿O, tal vez, es que los hombres carecen de la audacia suficiente?
¿Y si hubiera uno que se atreviera? Indudablemente, otros le imitarían.
Entonces yo sentí el deber de ser ese hombre, de intentarlo. Sentí que todo
creyente debiera hacer lo mismo, porque creer es saber que no hay nada
imposible para la fe (acto II, escena VI)”.
[xv] Ejercitación
del cristianismo
[xvi] “Solamente es posible la repetición espiritual, si bien ésta
nunca podrá llegar a ser tan perfecta en el tiempo como lo será la eternidad,
que es, cabalmente, la auténtica repetición (…). La excepción irrumpe en lo
general a través de un proceso vasto y enormemente complicado, en el cual la
excepción sostiene un combate durísimo para defender su derecho a existir”. La repetición
[xvii] “Dreyer es, posiblemente, el cineasta que con más decisión ha
utilizado la luz con un significado trascendente. La maravillosa escena de Ordet (La palabra, 1954) en la que Inger (Birgitte Federspiel) resucita,
está bañada por una luz deslumbrante, expresión del mundo sobrenatural en que
se va a producir el milagro”. José María Aguilar, El cine y la metáfora. Sevilla, 2007.
[xviii] Siguiendo la fecunda estela de Ordet, Tarkovski también se ‘atrevió’ con el milagro en Sacrificio (1986), Lars von Trier en Rompiendo las olas (1996) y Carlos
Reygadas en Luz silenciosa (2007).
[xix] Meditaciones metafísicas,
II.
[xx] Julio Cabrera, Cine: 100
años de Filosofía. Barcelona, 2008. Gilles Deleuze utiliza la noción de
“imagen-tiempo”, en Estudios sobre cine.